Fútbol pasado por agua  (CRÓNICA)

Foto: ©Archivo Efe/Paco Puentes

Si un habitante de Júpiter se extraviara al ir a comprar el pan y, aterrizando en las gradas de un estadio español, hallase a veintidós hombres corriendo tras una pelota, ¿le pareceríamos marcianos?

Es probable. Pero, si luego oyera todas las expresiones futbolísticas relacionadas con el agua, sin duda terminaría por concluir, dada la ausencia de tan preciado elemento en el planeta vecino, que los deportistas habían de ser terráqueos, forofos capaces de emprenderla a patadas hasta con el globo terrestre con tal de echar una pachanga.

Arrellanado en su localidad, quizá sintiese cerca la voz de algún locutor de radio anunciando que los locales, para dificultar el juego del equipo rival, habían decidido que hubiera manguerazo, esto es, que habían regado el campo para que el esférico saliese disparado e incontrolable nada más botar.

Si el riego resultara estéril y, pese a tal artimaña, los visitantes sorprendieran a los anfitriones con ataques continuos y disparos a puerta amenazadores, nada sería tan socorrido como indicar que el adversario había salido en tromba.

Entonces, con el fin de defenderse de tanta embestida, los zagueros podrían despejar el cuero a las nubes. A su regreso al terreno de juego, se afirmaría que el balón caía llovido (?) o, en caso de que hiciese un frío de esos con cuervos que vuelan bajo, con nieve.

Acto continuo, si uno de los jugadores controlara el esférico posándolo sobre el césped con mimo, y si después hiciese gala de un poderío físico prodigioso y se dedicara a sortear a cuantos contrincantes trataran de entorpecer su avance, en las ondas se aseguraría que aquel portento de la naturaleza era un trueno. Nuestro extraterrestre, viendo el sol reinar en lo más alto e inhábil para las figuras retóricas, no entendería ni papa.

Gracias a su juego de pases veloces y precisos, esto es, a una circulación fluida, las ocasiones empezarían a menudear y enseguida se diría que los locales hacían agua. Como contramedida a este acoso, el entrenador local ordenaría a sus pupilos que achicasen no ya el agua, inexistente, sino los espacios, es decir, que juntasen líneas para impedir que siguieran filtrándose pases de gol.

¿Y qué cara se le quedaría al habitante de Júpiter si de pronto un extremo sorteara a su marcador haciendo rodar el balón entre las piernas del contrario? Mientras unos alabarían el túnel, muchos ensalzarían el caño, sin que pudieran apreciarse obras subterráneas ni chorro alguno.

Llegaría el momento de pisar área y, al más mínimo contacto, podría ocurrir que el atacante simulase un piscinazo, esto es, que mostrara tanto amor al pasto como Phelps a las piscinas. Aunque también podría suceder que, enfrentado a un central sin miramientos, recibiese una entrada salvaje y le hiciesen cisco la espinilla. Pese a la alarma inicial de los espectadores, los asistentes correrían hasta el área para sanar al jugador maltrecho, cuyos males se desvanecerían de inmediato gracias al agua milagrosa.

Por fin, si en una jugada posterior otro delantero amagase primero y recortase después, dejando tirado al defensor con tal recurso, estaría en disposición de marcar el gol del aguanís. «¿En serio han dicho gol del aguanís?», preguntaría el extraterrestre.

Y sí, sí, del aguanís. Pues tal es el nombre que se dio al tanto que anotó Raúl en la final de la Intercontinental contra el Vasco de Gama en 1998. ¿Y por qué así? Porque, siendo todavía mocete, cada vez que Raúl González Blanco hacía ese regate en un partido, su padre lo recompensaba con un lingotazo de agua de anís. Esto, por supuesto, si la explicación no es leyenda y aciertan los informadores o, en el caso de esta crónica, las fuentes.

El habitante de Júpiter, con seguridad, retornaría a su planeta confuso con tamaña profusión de expresiones creativas, mezclaría significados y terminaría diciendo que existían jugadores que, de tanto darle al anís, se emborrachaban de balón. «Tú sí que estás borracho —⁠le responderían⁠—. ¿No habías salido por el pan?».

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