«Y tú, mi vida, ¿tú qué quieres ser de mayor?», preguntan los padres a su hijo en esa edad reflexiva en que los niños responden: «Astronauta, está clarísimo, astronauta o embalsamador de hormigas».
En esta ocasión, el crío contesta que sus ilusiones se verían plenamente satisfechas si lograra convertirse en portero. ¿Han oído bien? Mientras se les dibuja otra arruga en la frente, los progenitores lamentan que el chaval les salga con una vocación tan gris: solo portero, un trabajo tan digno como cualquier otro, hasta ahí estamos; pero pobre ambición para un niño con la vida aún despegando, vigilante de portales, humilde limpiaescaleras, sacabasuras, en fin.
«¿No preferirías ser bombero, como papá?». «¿Tú eres bombero, papi?». «No, cariño, pero lo preferiría». Y entonces hablan de bomberos y policías y médicos y científicos, «profesiones heroicas, corazón, profesiones que salvan vidas». El hijo será lo que a él más le guste y siempre lo apoyarán, aseguran, pero aun así se les antoja extraño que su vástago haya puesto sus esperanzas en una vida de chiscón y buenas tardes, aquí está su correspondencia, ¿de veras quiere pasarse los años abriéndoles la puerta del ascensor a los vecinos?
Solo entonces el niño descubre el malentendido, ríe, se apresura a aclarar el equívoco: «¡Portero de fútbol! —⁠exclama⁠—. ¡Portero del Real Madrid!». Y los padres respiran, parece que se sobreponen a la decepción inicial, pero siguen disconformes: ¡un futbolista en la familia!, ¿en qué estará pensando?
Esa misma noche, viendo juntos un partido por televisión, el guardameta despeja de forma milagrosa el potente lanzamiento a bocajarro con que lo habían fusilado. Al oír los elogios del comentarista por tan espectacular intervención, el niño afirma sonriente: «Yo también quiero que me fusilen, mamá. De mayor quiero que me fusilen a placer».
Y ese momento lo transforma todo. De súbito, los padres comprenden que los porteros son igualmente heroicos: del mismo modo que los policías, están continuamente expuestos a recibir disparos, y así como los bomberos salvan vidas, los porteros pueden salvar con sus paradones la cabeza de los entrenadores cuestionados. Bien mirado, se dicen, es una profesión de entidad. Su hijo será portero, a mucha honra, leyenda entre leyendas.
Desde ese momento, los padres se recrean en las hazañas futuras del hijo, al que ya se figuran deteniendo toda clase de amenazas: según de donde proceda el lanzamiento, lo imaginarán deteniendo derechazos, zurdazos o, si vienen del inglés to shoot, chutazos; en caso de ser atacado con instrumentos fetichistas, se enfrentará a latigazos o —a partir del sustantivo zurriago— a zurriagazos; asimismo, en función de cómo se aluda a la extremidad con que el delantero golpea el balón se hablará de zarpazos o zapatazos, y todavía se hablará de balonazos, pelotazos, pepinazos, chupinazos…
Pero lo que más impresiona a los padres, lo que a buen seguro le granjeará la gloria a su hijo, es que deberá plantar cara a continuos cañonazos, obuses, misiles, torpedos y bombazos. Así contempladas, sus victorias serán épicas. Solo ahora, en épocas navideñas, de natural relajadas, lidiará el chaval con alegres castañazos y zambombazos.
¿Cómo se defiende el portero de tamaño asedio? Con un par de guantes. ¿Existirá defensa más pacífica y efectiva? Y si después de todo el niño ve su sueño materializado, nada tan enorgullecedor como afirmar que sí, que se ha convertido en guardameta, en un portero ‘que actúa de modo elegante y sin emplear la violencia’, esto es, conforme a esta definición del diccionario académico y siendo su aspiración triunfar en el Real Madrid, digamos que un portero de guante blanco.