Consultar el diccionario no es una acción carente de riesgos. Cansado de recibir patadas a manta y puntapiés a cascoporro, puede ocurrir que sus páginas se rebelen y encierren al consultante en un laberinto sin retorno. Las palabras, libertadoras si se las trata con mimo y seso, se transforman de repente en barras de celda carcelera.
Así, sin darse cuenta de a qué se estaba exponiendo, el ingenuo que solo quería saber si el sustantivo envergadura se escribe con uve o con be se ve arrastrado súbitamente por un mar de términos incompren… «¡Un momento, un momento! ¡¿“Con uve o con be”?! ¿De verdad debo creer que personas que se dedican a escribir arrastran semejante duda?».
Parafraseando a Goyo Jiménez, monologuista experto en asuntos norteamericanos, no lo cuento, mejor lo muestro: «El Valencia por ahora no ha cedido ningún punto en su estadio, aunque esta es la primera ocasión en que le visita un rival de embergadura». Ante rival tan malcarado, cualquier precaución será escasa.
De modo que, quizá resentido por tantos desaires, el primer volumen del diccionario académico se venga de tanta agresión, nos agarra por el pescuezo y define envergadura como ‘ancho de una vela contado en el grátil’, donde grátil significa ‘parte central de la verga, de tojino a tojino, en la cual se afirma un cabo, cadena o cabilla de hierro, para envergar la vela’, donde tojino quiere decir ‘taco de madera que se clava en los penoles de las vergas’, donde penol es una carta de recomendación para alojarse en un frenopático.
Estoy por apostar que Gabriel García Márquez se adentró en los mares de la palabra envergadura y terminó escribiendo su magistral Relato de un náufrago.
Por suerte, en la práctica no es la acepción marinera la que emplean los periodistas deportivos. En realidad, cuando se habla de la envergadura de un jugador, estamos apuntando a la ‘distancia de los brazos humanos completamente extendidos en cruz’. El espacio así abarcado, baladí entre futbolistas, se torna crucial en los jugadores de baloncesto, pues cubren más zona, entorpecen el libre movimiento del rival e interceptan más pases cuando el contrario hace circular el balón.
¿Cómo interpretar entonces, a la luz de esta definición, frases como «Su gran envergadura (1,85 metros) le permite imponerse en el juego aéreo», «Del Olmo es un extremo veloz, con poca envergadura física, pero inteligente y con una notable capacidad de desborde» o «Piqué está explotando su envergadura (mide 1,92) y sus buenos movimientos dentro del área»?
A buen seguro, a menudo se confunde envergadura con lo que cabalmente habría de ser estatura, altura, corpulencia o fuerza, según el contexto. Es decir: «Su gran estatura (1,85 metros) le permite imponerse en el juego aéreo», «Del Olmo es un extremo veloz, con poca altura, pero inteligente y con una notable capacidad de desborde» y «Piqué está explotando su altura (mide 1,92) y sus buenos movimientos dentro del área».
Es verdad que este deslizamiento de significado desde el ancho hacia lo alto puede verse favorecido por la similitud semántica de las locuciones de altura (‘excelente, de calidad’), como en «Este primer rival de altura dará paso al plato fuerte del banquete», y de envergadura (‘importante o que pretende serlo’), como en «El Atlético es el primer rival de envergadura al que se enfrenta este Valencia».
No obstante, fuera de estas construcciones, en las que lo físicamente elevado se funde o confunde con la distinción jerárquica, con ser algo de mérito o de categoría, el periodista cumplidor, respetuoso con el español y sus palabras, hará bien en mantener la diferencia entre altura y envergadura.
La necesidad de informar a todo correr, según se están celebrando los partidos, puede forzar al redactor a seguir un ritmo vertiginoso. Y en ese aceleramiento reside el riesgo: uno se acostumbra a encadenar palabras precipitadamente y, así hablando, casi sin pausa para pensar o respirar siquiera, termina como el alpinista que escala la montaña: padeciendo mal de altura.