Imagine el lector que una buena mañana abre el periódico y se encuentra con el siguiente titular: «Multa de doce euros en China por perdonar al orinar». ¿No dibujaría su rostro un interrogante del tamaño de la Muralla?, ¿por qué perdonar en vez de fallar?
Y si, pasando página a toda prisa, como quien espera dejar atrás una mala noticia, se topara con frases como «Abre tu negocio sin perdonar en el intento» o «El magistrado había perdonado en 2012 que el país debía abonar de contado 1330 millones de dólares», ¿no miraría a su alrededor por si definitivamente se había teletransportado a China sin darse cuenta y en tamaño viaje pudiera cifrarse su desconcierto?
Afortunadamente, los redactores optaron en estos tres casos por utilizar el verbo fallar, en lugar del impreciso perdonar. «¿De verdad alguien —podrá preguntar el lector con asombro justificado— intercambia estos verbos como si fuesen sinónimos? “Fálleme, padre, porque he pecado”». A bote pronto, desde luego, no parece habitual.
Y, sin embargo, en el lenguaje deportivo campan hace tiempo por sus respetos frases como «La puntería da el triunfo al Celta ante un Betis que perdonó al inicio», «Esta vez, el galo no perdonó y consiguió abrir el marcador con un disparo a placer en el minuto 10» o «Ibai se enredó y perdonó el que habría sido el segundo gol».
¿Por qué, de nuevo, perdonar en vez de fallar?
Si así lo quiere, el hablante podrá alegar que este uso está tan extendido que hasta el diccionario Clave recoge perdonar como ‘desperdiciar las ocasiones de meter gol’. Sin embargo, pese a tratarse probablemente de una batalla perdida, cabe aquí mencionar que para la Academia perdonar no equivale a fallar, al menos aún, verbo que sí se emplea con precisión en «El árbitro le perdonó la segunda amarilla a Busquets», esto es, ‘renunció a castigarlo’ con su primera cartulina, de acuerdo con su significado académico.
Conste además que esta reflexión no llega tarde, salvo que se piense, como Gardel, «que veinte años no es nada». No en vano, Fernando Lázaro Carreter advirtió sobre este uso anómalo ya en 1995. Aunque sus argumentos, como tantas veces, cayeron en el olvido o se desoyeron, no será superfluo repetirlos: téngase en cuenta, venía a explicar, que el acto de perdonar es voluntario y, en la medida en que nos quita de encima el peso del resentimiento, nos eleva; mientras que el jugador o el equipo que falla, marra, yerra, desperdicia o no aprovecha una ocasión de gol lo hace muy a su pesar y termina no elevado, sino hundido en la miseria.
Nada más. Perdonen (¿o fallen?) por la insistencia.