La pereza, decía el para mí inolvidable Georges Pompidou, es un elemento motor de la humanidad. Ha sido la pereza la que ha producido no pocos inventos —la rueda, sin ir más lejos—, pero ha sido también la culpable de otros muchos males que aquejaron y aquejan al mundo.
Si hay un ámbito en el que la pereza, aliada en esto con las nuevas tecnologías, deja sentir sus perversos efectos es el del lenguaje.
Sí; paradójicamente los mayores avances en comunicación desde Gutenberg podrían convertirse en un freno para el desarrollo idiomático. No caeré en la tópica tentación de proclamar —o no con demasiado énfasis al menos— que las abreviaturas y guiños conceptuales contenidos en, por ejemplo, los mensajes SMS contribuyen a abaratar la calidad del idioma. Pero sí pienso que la uniformidad impuesta por las enciclopedias virtuales, por los buscadores, por las redes sociales, está contribuyendo a masificar los modos de expresión, a sintetizarlos, a encerrarlos en esos ciento cuarenta caracteres con los que, sin ir más lejos, la enormemente exitosa Twitter limita la expresión de nuestro pensamiento.
La investigación de los datos históricos, la lectura reposada y el contraste de fuentes son, deberían ser, elementos sustanciales en la cimentación de un lenguaje rico, culto, ingenioso. Máxime cuando es posible compararlo con otras lenguas diferentes. Pero la facilidad para encontrarlo todo en unos buscadores útiles, sí, pero enormemente simplificadores y que todo lo homogeneizan, está haciendo que la «generación Google», de la que de alguna manera todos formamos parte, pierda el gusto por esa obra de arte que es la expresión oral y escrita, bien construida y mejor trabajada.
Y, así, ante la falta de cariño que en determinadas autonomías y en algunos estamentos docentes se muestra por un idioma tan importante como el español, y añadiendo los varapalos que desde ciertos medios y desde no pocos anuncios publicitarios se propinan al lenguaje, resulta difícil expresar buenos augurios. Lo digo incluso pensando ya en una fecha tan cercana como ese mítico año dos mil veinte, que es la de la culminación de esta década tan llena de cambios sustanciales en todos los órdenes. También, claro está, en el idiomático.
Hace tiempo que pienso que desde los medios de comunicación debemos cooperar en la tarea de algunas academias, de instituciones como el Instituto Cervantes, de ciertas universidades, para evitar que nuestra lengua decaiga. No en su extensión, que afortunadamente no parece correr peligro, sino en su pureza. Y así, pienso que el periodismo español, y el de ciertas naciones latinoamericanas, corre muchas veces el riesgo de dejarse llevar por la inmediatez —fomentada por internet, desde luego— y por unos planteamientos excesivamente lineales, simplificadores.
Me encuentro entre quienes creen que internet no tiene por qué conllevar un nuevo lenguaje; ni siquiera tiene por qué sentirse colonizado por expresiones que parecerían «intraducibles» procedentes del inglés. Las enormes posibilidades de comunicación de esta autopista sin fronteras no llevan aparejado, a mi entender, un recorte de las expresiones verbales o escritas. Y, sin embargo, la maldita pereza ha llevado a tantos a creer lo contrario: que la lectura en la pantalla tiene que ser más fácil —o sea, más directa y más breve— de lo que lo es en el papel. Me parece un planteamiento falso, que contribuye a desvirtuar, empobreciéndola, la expresión.
Esta es una idea que debe combatirse, entiendo, desde la facultades de Ciencias de la Información, donde habría de extremarse el rigor en la exigencia a los alumnos de un lenguaje que no se limite, desde luego, a esas apenas trescientas palabras con las que salen a enfrentarse con la vida tantos de nuestros licenciados en tantas ramas del saber.
Sé que diagnosticar, sobre todo si el diagnóstico es pesimista, es más fácil que ofrecer soluciones. Pero han sido muchos los años perdidos y, por tanto, los remedios no pueden ser inmediatos. Si los representantes políticos, los académicos, los de las instituciones más respetables, los publicistas, los intelectuales y artistas, los informadores no son los primeros en velar por la pureza de la lengua ¿qué podemos, entonces, esperar? Me temo que, así, vamos caminando hacia una «generación 2020» de habla y escritura recortadas, entorpecidas, lo que equivale a decir de pensamiento recortado, más torpe. ¿No es hora de empezar, desde la preocupación, a buscar remedio?