Alguna vez, allí o en cualquier otro lugar de los mundos en los que en ocasiones te perdías, los seres que pueblan las aldeas élficas de tus cuadernos de viaje tal vez te hablaron de otros mundos y anduviste errando porque querías cruzar el umbral que te llevaría a la última isla, allí donde el silencio solo es vacío.
Siempre te gustó vivir en la frontera, sin cadenas ni ataduras, como un esquife sin anclas, unas veces perdido en la bruma y otras sentado a la orilla del mar, viendo cómo cambia la marea mientras el sol se precipita por los despeñaderos del poniente. Porque el mar, aunque eras de tierra adentro, siempre fue una suerte de guía en tu peregrinar en pos de las palabras con las que trenzabas tus versos. Una vez escribiste:
Dicen que la mar
es fiel con los fuertes,
con aquellos que conocemos
la energía oculta en las cosas carentes de vida,
y dicen también las canciones viejas
que la muerte, a veces, se aparta
de quienes avanzan hacia ella con paso firme.
Y hacia ella caminaste una tarde de junio de cualquier año, de cualquier siglo —el tiempo ya no importa— porque creías haber llegado al final de tu camino, fuiste a su encuentro perdido entre una niebla que te ocultó las llaves que abren las puertas del recuerdo. En ese mismo junio de cualquier año, de cualquier siglo, mientras caía una lluvia ligera y soleada, como un sencillo homenaje de despedida, tal vez tus manos tendidas desde la oscuridad de la tierra se abrieron para buscar el camino del mar por el que tantas veces se vieron las velas desplegadas de las naves de Tharsis que cantaron tus versos. Aquí, en la arena sobre la que lloran las olas, quedó varada tu poesía. Descansa en paz.