Noticias del español

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| Alberto Gómez Font
El Nuevo Herald, Miami (EE. UU.)
Domingo, 23 de marzo del 2008

LO MISMO, PERO AL REVÉS

Me cuentan que ya hablaba, pero yo no lo recuerdo. Debe de ser cierto puesto que ya tenía tres años y lo normal es que a esa edad los niños hablen, y mucho. Es más, mi abuela Gonzala gustaba recordar una frase mía de aquellos años; contaba que una tarde, después de estar varias horas jugando en el jardín de su casa, subí las escaleras que lo comunicaban con la cocina y le dije: ``¡Abueya, toy mueto de hambe!''.


Poco tiempo después dejamos de vernos; dejé de ver a mi abuela Gonzala Santamaría y a mis abuelos Herminia Vallbona y Andreu Font, y también dejé de ver a mis tíos y a mis primos; tardaría ocho años en volver a verlos.

Sucedió que Pedro Gómez de Santamaría, mi padre, tuvo que abandonar España para evitar ir a la cárcel por un ''delito político'', y tras pasar una temporada en Glasgow, en la sede central de la empresa para la que trabajaba —Fabra & Coats—, le ofrecieron hacerse cargo de un puesto en la dirección de una planta recién inaugurada en Colombia, en la ciudad de Pereira.

Tres años tenía cuando, en 1958, Catalina Font Vallbona, Pilar Gómez Font —mi madre y mi hermana— y yo aterrizamos en Bogotá y logré ver a mi padre esperándonos, asomado tras una puerta. Desde allí, tras descansar, seguimos hacia Pereira, la ciudad en la que íbamos a vivir.

Supongo que pasó muy poco tiempo para que mi español de España (mi amigo Daniel Samper lo llama españolés) desapareciese del todo y de mis labios saliese únicamente la variante colombiana conocida como paisa, propia de la zona donde estábamos. El único recuerdo lingüístico de mis primeros días en el colegio, en kínder (así se llama allá al curso preescolar), es que mis compañeros de clase me pedían que dijese corasón como se decía en España y yo de inmediato respondía: corazón, imitando la pronunciación de mis padres.

La mimetización fue tan completa que en poco tiempo llegué a conocer y reconocer, gracias a la radio, la televisión y los viajes por Colombia, muchas de las otras formas del español de ese país y sus distintas cadencias. Mi colombianización lingüística fue absoluta, aunque en mi casa oyese hablar todos los días a dos españoles con acento de Reus y de Valladolid respectivamente. A tal extremo llegó la asimilación que aún hoy, muchos años después, hay personas que cuando me oyen por primera vez me preguntan que de dónde soy.

Al cabo de ocho años, en 1966, hubo un proceso inverso: volvimos a España, y ese colombianito con once años recién cumplidos siguió hablando paisa en su casa, pero renunció a él en la calle y en el colegio para no ser distinto. Me costó poco, pues me bastó con reproducir lo que siempre había oído en el hogar. Y ahí, de puertas adentro, seguí seseando y seguí tratando de usted a mi amá, a mi apá y a mi hermana. Hoy, cuarenta y dos años más tarde, sigo dirigiéndome en el más puro paisa a mi familia directa, y cuando visito Colombia logro pasar totalmente inadvertido.

Toda esa introducción es sólo para explicar la profunda emoción que siento, de unos pocos años a esta parte, muchas mañanas cuando camino desde mi casa hacia la oficina —en Madrid— y me cruzo con familias de inmigrantes hispanos que acompañan a sus niños al colegio: mis oídos se aguzan, persigo los sonidos de sus conversaciones y me deleito al percibir cómo los papás hablan con acento ecuatoriano, peruano, colombiano, boliviano, dominicano y los niños les contestan con el español más madrileño de todos los madrileños. El mismo español en el que oigo conversar a los grupitos de niñas de uniforme que corren porque llegan tarde y cuyas pieles y facciones indican que son de aquí y de allá, y todas hablan igual.

Me emociono mucho, incluso dejo que de vez en cuando se me escape alguna lágrima, mientras pienso: lo mismo, pero al revés.

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