El título del seminario que nos convoca, Mujer y lenguaje en el periodismo en español, evoca al menos tres grandes temas: la polémica aún vigente sobre el uso de un lenguaje incluyente en los medios, la representación simbólica de lo femenino en el ámbito público (aquello que «es o se convierte en noticia») y el papel de las mujeres en el periodismo hispano de hoy. A lo largo de esta ponencia pretendo puntualizar aspectos clave para el análisis de la situación general de las mujeres dentro de los medios de comunicación masiva y para la problematización del periodismo como una actividad capaz de contribuir al desarrollo de sociedades más democráticas y equitativas.
La gran paradoja de la presencia femenina en los medios de comunicación
Si contáramos la cantidad de veces que se aprecia un rostro, una figura o una voz femenina en los medios en un solo día acabaríamos por dar la razón a quienes califican de obsesión trasnochada el reclamo por visibilizar a las mujeres fuera del espacio de lo privado. Si bien un número nada despreciable de mujeres ha conseguido abrirse paso, por lo general a empellones, en el mundo de la locución, la conducción de noticiarios, el análisis político, la presentación de comentarios deportivos o el entramado de la producción, los medios de comunicación no han dejado de constituir uno de los ámbitos donde la desigualdad, literalmente, salta a la vista.
La publicidad es, por mucho, el entorno en el que se evidencia sin ambages una presencia femenina complaciente con el machismo más rancio, al menos en dos sentidos. Primero, el cuerpo y el rostro femeninos, siempre y cuando cumplan con una serie de requisitos que muchas hemos aprendido de memoria y tendemos a vivir como carencias, sirven para vender toda clase de bienes, servicios y fantasías… y, a veces, las tres cosas en un solo anuncio cuya producción suele costar una fortuna. Segundo, la publicidad perpetra y perpetúa constantemente anacronismos sexistas: en la publicidad los niños se ensucian, nunca las niñas; el status y el éxito masculino (es decir, el atractivo) depende de las posesiones materiales, y las mujeres tienen más orgasmos cuando cambian un pañal, friegan el piso o lavan un plato que en su vida íntima. La figura simbólica de la mujer actúa así como estereotipo, portavoz de un discurso ajeno para transmitir un mensaje de desigualdad presuntamente naturalizada o, al menos, institucionalizada.
Más allá de la publicidad, en los medios dominantes (ya sea radio, televisión, periódicos o revistas, y sus equivalentes en Internet) es común que las mujeres sean objeto de discriminación, sensacionalismo o culpabilización a partir del lugar que ocupan en un complejo entramado de clases y jerarquías sociales. La mayoría, conformada por mujeres pobres, indígenas, obreras, poseedoras de un trabajo no remunerado o empleadas de diversos rangos que engrosan las filas de la clase media, difícilmente cumplirá los requisitos para ser noticia. Por otra parte, en cuanto una mujer destaca en un cargo público o dirige una empresa, los medios enfatizan su historia personal, real o inventada, para descalificar, poner en tela de juicio o minimizar su éxito, y las entrevistas insisten en descifrar el eterno dilema: ¿cómo logra conciliar las exigencias de su vida pública con su papel de madre o esposa? Cabe preguntarse por qué a ningún periodista se le ocurre formularle esta pregunta a un hombre público. ¿Será que el imaginario colectivo sabe de sobra que los varones gozan de infraestructura para tener las nimiedades de la vida resueltas? ¿O es que suponemos que cuando una mujer sale del espacio privado, ámbito femenino por antonomasia, además de amenazar la estabilidad y el bienestar social con su negligencia doméstica y afán de protagonismo, debe pagar el precio y exponer su intimidad en vitrina?
A lo largo de varias décadas los medios dominantes también han sesgado el mensaje del movimiento feminista y han influido en la mala fama del feminismo como falso opuesto del machismo. En tiempos recientes el objetivo de la cacería de brujas es el uso de la palabra «género» como categoría social de la diferencia sexual. Hoy, la persecución consiste en tachar de corrección política (sinónimo de hipocresía en nuestro diccionario posmoderno) cualquier argumento explicativo del significado de la noción «género» y se rechaza, a priori, cualquier propuesta de lenguaje carente de tintes sexistas.
Demasiada tinta se ha perdido en chistes fáciles y laboriosos cuestionamientos por igual que pretenden (y muchas veces consiguen) echar por tierra un debate capaz de ser fructífero y motivarnos a reflexionar sobre el porqué de nuestros decires. Hoy se dedican páginas enteras a discutir si la palabra «presidenta» rasguña la semántica, en tanto las mismas personas que dicen defender una lengua a la que, contra viento y marea, quisieran preservar inmaculada, nunca antes cuestionaron el uso de palabras como «sirvienta» o «asistenta». Hoy se dedican horas a discutir si la noción «violencia de género» es lingüísticamente correcta (y lo es en tanto se refiere a actos de agresión verbal, física, psicológica o sexual cometidos en la esfera doméstica o pública, ya sea por un hombre o una mujer, en contra de otra persona, también varón o mujer, so pretexto de que no cumple con las expectativas socioculturales adjudicadas a su sexo biológico), mientras miles de seres humanos la padecen en todos los rincones del planeta. Las grandes plumas publican diatribas centradas en el poco afortunado desdoblamiento o duplicación de sustantivos como estrategia para evitar el masculino genérico, pero ni siquiera mencionan la multiplicidad de recursos viables que plantean otras propuestas. Se dice que queremos cambiar la realidad a partir del lenguaje, no que creemos en la necesidad de nombrar nuevas dinámicas sociales, y nuestros críticos se pierden en polémicas bizantinas en lugar de colaborar con el cambio social desde todas las trincheras, incluida la de la palabra. Aportar al genuino debate requiere de reconocer el valor de conceptos que delimitan un objeto de estudio y nos permiten avanzar en la reflexión de temas fundamentales para el bienestar de todas las personas. No sorprende que aquello que antaño se consideraba chismerío, aquelarre y escasa capacidad de articulación de las mujeres, y fuera motivo de mofa entre la mayoría de los hombres, sea hoy el motor de la descalificación automática y gratuita. Es que, para decirlo sin eufemismos, resulta más políticamente correcto intelectualizar el machismo que reconocerlo en el espejo.
Periodistas: promover una profesión equitativa y articuladora del cambio
En este contexto, el periodismo ofrece una ventana privilegiada, mas no fácil, desde la cual propiciar un análisis conducente a relaciones sociales plurales y horizontales. La atención de los medios a la discriminación de género como un tema enmarcado en los derechos civiles es muy reciente, pero ocupa un lugar fundamental en la percepción de mujeres y hombres como seres humanos completos, libres de dicotomías represoras.
Quisiera dedicar unos minutos a poner sobre la mesa algunos de los problemas no resueltos que empañan el potencial del periodismo como esa plataforma privilegiada para la comunicación a la que acabo de hacer referencia. El ejercicio de todas las profesiones aún pasa por el tamiz de los estereotipos de género, y el quehacer periodístico no es la excepción. El manual Instalar el equilibro: igualdad de género en el periodismo, editado por la Federación Internacional de Periodistas y la Unesco, revela un panorama sombrío al presentar la cara oscura del periodismo: los prejuicios que no se eliminan por decreto, el predominio masculino en la toma de decisiones y puestos de poder, la misoginia en los sindicatos. La lectura del manual aporta datos sumamente interesantes: en el 2005, 57 % de los presentadores de televisión en el mundo eran mujeres, pero únicamente 29% de las noticias estaban escritas por mujeres; solo 23% de las noticias consideradas «serias» fueron cubiertas o escritas por mujeres, mientras que más del 40 % de las mujeres fueron asignadas para cubrir noticias «ligeras» (sociales, familia).
Además del sesgo en las oportunidades de desarrollo profesional y la desigualdad salarial, el hostigamiento sexual parece ser uno de los principales problemas que enfrentan las periodistas, situación que se agrava cuando incursionan en cotos netamente masculinos, como la cobertura de noticias en zonas de conflicto. El manual ofrece recomendaciones como las siguientes: «Las mujeres periodistas, incluidas las freelancers, deberían, en lo posible, tener la oportunidad de entrenarse en autodefensa» o «Si alguien amenaza con abusar sexualmente de ti, defeca, orina, vomita sobre ti misma». También incluye una obviedad que se supondría innecesaria, como esta: «Las mujeres necesitan chalecos antibala pequeños y adecuados a su cuerpo, que puedan llevar cómodamente».
Queda claro, entonces, que en la profesión de periodista se reproducen los mismos esquemas machistas que en otras áreas de la vida laboral: se contratan rostros bonitos y voces agradables para «vender» y crear imágenes, y una mujer que transgrede los límites de lo que se considera femenino (por ejemplo, redactar y/o presentar notas sobre familia, «vida y estilo» o espectáculos) o representa una amenaza o rivalidad laboral inaceptable en un coto masculino corre el riesgo de ser blanco de diversas formas de hostigamiento o violencia psicológica o física a modo de castigo, muchas veces socialmente consentido («Ella se lo buscó»). Las periodistas, al igual que todas las mujeres que realizamos un trabajo remunerado, tienen que probar constantemente su capacidad y competencia, además de sortear obstáculos a los que tal vez un hombre nunca tenga que enfrentarse, empezando por la hostilidad de sus colegas.
Sería entonces ingenuo e injusto delegar la tarea del cambio al periodismo; pero tampoco haríamos bien en obviar su corresponsabilidad. En un mundo donde las imágenes y la tecnología pueden conjugarse para hacernos creer que cantidad equivale a calidad informativa, y donde los medios dominantes dependen de su rentabilidad, accionistas y anunciantes, es de esperar que las voces alternativas construyan sus propias redes. Así han nacido organizaciones multimedia, como Comunicación e Información de la Mujer (CIMAC) en México y Artemisa Comunicación en la Argentina, centros dedicados al periodismo con enfoque de género para visibilizar y transformar en noticia temas de salud, desigualdad salarial, diversidad sexual, violencia, marginación, derechos sexuales y reproductivos, liderazgo femenino y de grupos minoritarios, todo ello permeado por el interés de motivar una reflexión que incluya a los hombres como entidades dinámicas para la redefinición social. Es deplorable vivir en un mundo en el que se hace necesario recurrir a redes de periodistas que representan una resistencia activa al discurso lineal que predomina en nuestras sociedades machistas, pero su inexistencia ensombrecería aún más el horizonte. Es indudable que la equidad está todavía lejos y que la lingüística es una trinchera poco capaz de acercarnos a ese objetivo en lo inmediato, tanto como sería absurdo suponer que la mayor participación femenina en el mundo de las comunicaciones basta para garantizar una perspectiva de género. No son pocas las mujeres que, desde un lugar de poder, reproducen un discurso sexista que afecta a hombres y a mujeres. En todo caso, vivir de las palabras y hacer de ellas nuestra compañía cotidiana, como sucede en el oficio periodístico, implica reconocer en ellas uno de los muchos recursos del poder.