Enrique Krauze
Hay un imperio bienhechor en el que no se pone el sol. Es el imperio del español. Es un dominio cultural y espiritual, antiquísimo y moderno, una nación virtual sin fronteras, múltiple, compleja, variada, cambiante y promisoria, nacida en España pero que, desde hace siglos, no es solo de España. El secreto de su supervivencia está en su capacidad para mezclar, incorporar, convivir y aceptar lo diverso, lo variado, en una nueva y dinámica unidad, abierta a su vez al cambio incesante. El español, desde su prehistoria, es expresión de un continuo mestizaje. Y como consecuencia natural de ese don para la convergencia, para la convivencia, desde tiempos de los monjes y juglares hasta el de los grandes autores de nuestro tiempo, el español ha sido un surtidor de literaturas.
Con esos remotos y nobles antecedentes, pueden ustedes imaginar la emoción que siente un historiador mexicano (que habla, piensa y escribe español con mexicanismos) al estar presente aquí, en la milenaria cuna de nuestro idioma, en San Millán de la Cogolla. Pero esta vez mi intervención no se centrará en la historia —a mi juicio prodigiosa— de nuestra habla común, sino en su circunstancia presente y su inserción en el inmediato futuro, incierto siempre.
Nuestra lengua ha entrado con fuerza al siglo XXI. Ahora habita y conquista zonas del mundo anglosajón gracias a aquella capacidad esencial para el mestizaje. Y generación tras generación entrega a la corriente universal de la literatura obras que las sorprenden, la deslumbran y, como en el caso de Borges, Paz, Vargas Llosa y García Márquez, enriquecen su legado. Pero nuestro idioma se ha adentrado también, como un Cristóbal Colón verbal e intelectual, en un territorio sin cartografías seguras: el océano verbal del Internet. ¿En qué lugar nos encontramos? ¿Llegaremos a puerto seguro? ¿Descubriremos otras opciones de convivencia? ¿Nos espera en el futuro una conversación creativa que exprese la realidad, por más compleja que sea, la mejore y la libere, o un retorno maléfico —opresivo, empobrecedor— a la Torre de Babel?
En esa travesía, todos (o casi todos) estamos embarcados. No por casualidad se acuñó el término navegar para la operación de aventurarse en la red. Navegamos en ella usando nuestro idioma para comunicarnos con familiares, con amigos reales y virtuales; navegamos para atrapar noticias, curiosidades, imágenes; navegamos para emitir opiniones, para recibirlas, para participar en la plaza pública. Al navegante creativo, al que no espera solo la información, sino que discurre sus propios mapas, se le abren inmensas posibilidades de expandir la realidad (y la conciencia de la realidad). Y para el emisor de información, las potencialidades de esta era pueden ser —ya son— generosas y múltiples.
Permítanme poner un ejemplo personal. Yo dirijo desde hace más de quince años —en su versión mexicana y española— la revista Letras Libres. Cuando nació, mi hijo —entonces un joven de 23 años— sugirió que apareciera dotada de un sitio de internet. Me pareció una extravagancia. Para mí, lo único tangible era el papel, y no podía concebir la existencia —menos aún, la permanencia— de una revista digital. Toleré de mala gana esa aventura inasible. Pocos años después, el sitio de la revista comenzó a llenarse de lectores: primero miles, luego decenas de miles, y ahora centenares de miles de contertulios literarios provenientes de nuestras tierras y, lo más sorprendente, de tierras remotas: Nueva Zelanda, la India, Finlandia, Japón. La revista —es decir, el sitio web de la revista— se volvió el espacio de una animada conversación. Ahora puedo decir que en una vida, mi propia vida, he podido atestiguar un milagro: el paso de la era de los linotipos (cuando todo el proceso de formación de una revista se hacía casi a mano, y las revistas debían enviarse por correo) a la era digital, en las que el paso del emisor al lector es instantáneo.
Pero no nos deslumbremos demasiado con la revolución de la que formamos parte porque, como todas las revoluciones, puede terminar creando monstruos y devorando a sus hijos. Hay peligros de toda índole en esta travesía. Peligros económicos, políticos, culturales, tecnológicos. Aquí me importa referirme a los peligros morales: el riesgo de que esta conversación universal se degrade por falta de un código ético que, respetando la libertad de expresión —madre de todas las libertades— introduzca un mínimo de respeto y racionalidad en ese mar que, por su potencial violencia, puede ahogarnos a todos.
No son pocos ni triviales los vicios éticos en los que se incurre en el uso de las redes, ya sea en los comentarios al pie de un texto periodístico o en las interpelaciones anónimas en el Twitter o Facebook. No me refiero a la violencia verbal, triste pero inevitable. Hoy leemos lo que antes solo se musitaba en el silencio de las conciencias. La gente maldice, la gente insulta. Hay algo sano en ese desahogo, algo liberador, sobre todo en pueblos como los nuestros, habituados a callar y obedecer, no a opinar o disentir sobre los asuntos públicos. Ahora la legendaria esquina de Hyde Park en Londres, donde cualquiera tomaba la palabra para despotricar contra el gobierno o contra quien sea, se ha vuelto omnipresente. Todo teléfono celular es un podio. Vivimos, en ese sentido, un sueño de la democracia y la libertad: la abolición de las viejas jerarquías, el debilitamiento de las burocracias, la posibilidad real de una comunicación horizontal entre el ciudadano común y el encumbrado. Fuenteovejuna en la red.
Pero leamos con más detenimiento otros tipos de violencia que van más allá de la justa o injusta indignación, de la protesta legítima y airada, del lamento desesperado, de la maldición tan antigua como la Biblia. La travesía se adentra en zonas oscuras: los dominios de la mala fe.
El mar encrespado al que aludo es el llamado «discurso del odio». Sus armas son muy conocidas, y pueden ser letales. Ante todo, la mentira pública, cuyo atroz profeta fue Goebbels: «Repite una mentira mil veces y se volverá verdad». Reputaciones enteras se han destruido con ese método, contra el que ya nos prevenía el refrán popular: «Calumnia, que algo queda». Contamos, claro, con el recurso de la réplica instantánea en la red, pero ¿qué ocurre cuando el discurso del odio va más allá, cuando se convierte en una incitación abierta o tácita a la violencia? Sucede cada vez más, el tránsito de la violencia verbal a la violencia real. Las redes pueden convocar movilizaciones pacíficas, liberadoras; también pueden atizar hogueras.
¿Cómo hacer frente al discurso de odio, veneno moral de nuestro tiempo? Ante todo, es preciso analizarlo con claridad, entender su naturaleza, medir sus efectos. A partir de allí establecer un diálogo con las grandes corporaciones que proveen estos servicios (y presionarlas) para que ellas mismas discurran soluciones inteligentes e impidan que sus creaciones se conviertan en los Frankensteins del siglo XXI. Importa también alentar el debate jurídico sobre el tema. No es sencillo. Potencialmente compromete la libertad de expresión, que es un valor cardinal de Occidente. Pero sabemos por la experiencia del siglo XX los estragos a los que lleva la prédica del odio.
El discurso del odio no solo se finca en la mala fe. Si así fuera, sería más sencillo combatirlo. Se finca asimismo en la buena fe, exacerbada al extremo de la intolerancia por los fanatismos de la identidad, ya sea religiosa, racial, nacional, ideológica.
Y por si fuera poco, asociados en ocasiones a esos antiguos fanatismos que han resurgido en nuestros días, están los malos hábitos intelectuales. En la Red, es verdad, uno encuentra ejemplos de crítica dura, implacable, irreductible, acaso injusta o arbitraria, pero mínimamente fundamentada, racional. Pero por desgracia lo que prolifera es la mala crítica. Sus vicios no son, por supuesto, privativos de nuestros países ni de nuestra lengua. Están en todas partes. Pero es importante identificarlos, porque son el herramental del discurso del odio.
Cada categoría merece un análisis de fondo. Procedo a mencionarlas en desorden. Está el «doble rasero» para juzgar los hechos, tan antiguo como el Evangelio, que por ver la paja en el ojo ajeno, no ve la viga en el propio. Está la «homologación» de hechos no homologables (como el uso de la vulgar de palabra genocidio que acaba por privar de sentido a los verdaderos genocidios. Están a la mano —omnipresentes, vastas y tan fáciles— las teorías de la conspiración, que en 140 caracteres explican el mundo por la oscura acción de los malos. Está el reduccionismo ramplón, las cortinas de humo que ocultan la verdad, las tontas simplificaciones, las absurdas exageraciones, el victimismo paranoico, el tentador maniqueísmo, el ataque ad hominem.
¿Qué hacer frente a esta fauna marina que enturbia el presente y amenaza el futuro de nuestra navegación? Cómo dotar a nuestra lengua, en el espacio cibernético, de valores tan esenciales como la transparencia, la claridad, la tolerancia.
Un remoto bisnieto de España, de aquella España que se llamó Sefarad, anticipó algunas respuestas. Me refiero a Benedicto de Spinoza. Descendía de aquellos judíos expulsados de España en 1492, para quienes la lengua española se volvió tan entrañable que la seguirían usando y añorando a través de los siglos. A mediados del siglo XVII, un capitán español de visita en la ciudad descubrió que Spinoza —en el modesto ático de La Haya donde vivía, puliendo lentes— atesoraba libros de Lope de Vega en su pequeña biblioteca. «Me gustaría volver algún día», le confesó, en una de sus raras declaraciones orales que recoge la historia. Pues bien, este filósofo universal que vivió en tiempos similares a los nuestros —tiempos de fanatismo, tiempos de odio— predicaba en sus libros una «enmienda intelectual» basada en el examen «claro y distinto» de las pasiones como fórmula para comprenderlas y explicarlas, y derivar de ese conocimiento el ideal supremo de la libertad.
Esta es la vía segura para llegar a buen puerto, o para seguir navegando hacia nuevos continentes de creatividad. Una enmienda intelectual que en el fondo es también una enmienda ética. Sustituir la fe ciega o la mala fe con la razón. Desplazar el discurso de odio no con uno de amor, sino de claridad. Ese es el futuro que deseo, y que avizoro, para nuestra amada lengua desde aquí, desde San Millán de la Cogolla.
Dije al principio que la fuerza del español está en su generosa capacidad para mezclar lo variado, lo distinto, lo disperso. ¿No es ese ya un principio de tolerancia, de respeto ante el otro y lo otro, una comunión en la palabra? Bastará, pues, ser fieles a la esencia de nuestro idioma para conquistar la luz en la larga travesía que nos espera.