Publicado por Crítica, este libro, afirmaba hoy el autor en una entrevista con Efe, no es «un diccionario de palabras muertas, sino un ensayo de palabras vivas», en el que huye deliberadamente del orden alfabético para intentar que el lector «vea las conexiones» entre unas voces y otras.
Para lograrlo, Ortega realiza «viajes en el tiempo» al teatro en Grecia, a los Juegos Olímpicos en Olimpia, al Coliseo de Roma, a la Salamanca de 1492 y a la Suecia de 1753 para visitar, en este último caso, a Linneo, el «genial creador» de la nomenclatura binomial.
El autor ha trabajado 42 años como editor y se ha «pasado la vida luchando con las palabras». Empezó en Salvat en el 68, fundó más tarde Orbis, pasó luego a Plaza y Janés para terminar en Planeta.
Su facilidad para los idiomas (sabe latín, griego, «un poco» de jeroglíficos egipcios, inglés, catalán, francés e italiano), lo llevó a interesarse desde muy pronto por la etimología y por las culturas antiguas.
Sin necesidad de pedírselos, Ortega cita decenas de ejemplos de etimologías, entre ellas la de «retablo», que viene del latín retro (detrás) y tabula (tabla, mesa). Es decir, el retablo está formado por las tabula picta (tablas pintadas) que están detrás de la mesa del altar.
Hay palabras que han cambiado tanto de sentido que cuesta creer que procedan de donde lo hacen, como sucede con «ministro», que viene de los ministri latinos («los criados, servidores») y que tiene ver con el minus latino. Magister (relacionada con magis, más) era el que más valía, y de ahí viene «maestro».
«Con el tiempo, el maestro ha ido bajando y el ministro, subiendo», dice con humor Ortega, que ha utilizado el neologismo de palabralogía para el título de su libro.
A veces se recuperan palabras moribundas para nuevos oficios, como sucedió con azafata, que en su origen era la camarera de la reina que llevaba la ropa en una bandeja, y que viene del árabe safat (‘bandeja, canastillo’).
Griegos, romanos y hebreos vivieron en Egipto durante siglos pero los préstamos lingüísticos que pueda haber en el español de aquella antigua civilización no están del todo documentados, entre otras razones porque cuando los jeroglíficos fueron descifrados en 1822, el castellano estaba ya totalmente formado.
Sin embargo, Ortega se lanza a aventurar el origen egipcio de algunas palabras, como el de Sara, «uno de los nombres más bonitos de mujer en la Biblia». En egipcio sa es ‘hijo de’ y Ra es ‘el sol’, el dios Ra. Si faraón es el «hijo del Sol» en la tierra, «¿no tomarían los hebreos de Egipto el nombre de Sara?», se pregunta el autor.
Y, si de nombres va la cosa, Isidoro e Isidro le deben también algo a Egipto, según Ortega, para quien ambos nombres son «regalo de Isis», del griego doron (‘regalo’), y de Isis, el nombre de «la diosa egipcia más querida en Egipto».
En la Grecia del siglo V antes de Cristo el teatro estaba en todo su esplendor, y de ese espectáculo la lengua española ha heredado numerosos términos, entre ellos protagonista, antagonista, acústica, escena, proscenio, obscena (en las obras griegas, la muerte era obs-cena, se producía «fuera de la escena»), orquesta, coro, drama.
Y en Grecia se defendía la educación integral del niño, «la del espíritu y la del cuerpo». «Por eso, escuela (skholé) significa en griego ‘tiempo libre’, y el pedagogo (el esclavo que “lleva al niño” a educarse) lo acompaña a la escuela», cuenta Ortega, que siente especial debilidad por la cultura griega.
«¡Qué sería de los escritores sin metáforas!», una palabra que procede de metá (‘más allá’) y pherein (‘llevar’), por lo que una metáfora nos «traslada más allá» del sentido habitual de las palabras. En Grecia los medios de transporte se llaman metaphorés.
La herencia que han recibido los hispanohablantes del latín es tan grande que Ortega estudia el origen de unas 400 palabras y no ha hecho más que empezar. Lengua, emperador, Mediterráneo, límite, palacio, espectáculo, fornicar, que tiene el mismo origen que hornacina; multitud y ojo son algunas de ellas.