Queralt, doctora en Ciencias del Lenguaje y perito judicial en Lingüística Forense, ha reunido en el libro «Atrapados por la lengua», que publica en España la editorial Larousse el próximo 21 de enero, 50 casos en los que el análisis lingüístico ha sido crucial para determinar la autoría de un delito.
La lingüística forense se dedica a analizar el lenguaje escrito u oral para aportarlo como una prueba en causas judiciales, explica Queralt, que quiere dar a conocer con su libro esta ciencia a la sociedad y los casos en los que cada vez más se requiere su colaboración.
Casos que van desde asesinatos a delitos de acoso, violencia de género y ciberdelincuencia, a denuncias por plagio o patentes, e incluso terrorismo: Anabel Segura, Unabomber y Óscar Sánchez son algunos de los muchos procedimientos que se resolvieron ayudados por estos detectives de la lengua, explica la autora en una entrevista con EFE.
El de Theodore Kaczynski, el «Unabomber» que sembró el terror con cartas bomba que se cobraron la vida de tres personas entre 1978 y 1995 en los Estados Unidos, fue uno de los primeros casos en los que intervinieron los forenses lingüistas. Sus escritos fueron publicados y un familiar reconoció su estilo.
Para un «detective de la lengua» es un conjunto de pruebas el que lleva a determinar una autoría: «En lenguaje escrito nos fijamos en las faltas de ortografía, en cómo se estructura una frase, cómo se ordena el contenido, el contexto, cómo se comunica con el interlocutor…», dice Queralt.
Los emojis —reconoce— son más complicados de analizar por sus diferentes sentidos, aunque ya ha habido denuncias por amenazas a través de emoticonos.
En el lenguaje hablado las pistas que deja un delincuente son muchas. «Encontrar a un sospechoso depende de la cantidad y material del que se disponga, ya que se puede tener mucho audio pero con ruido o un anónimo hecho por diferentes manos», indica Queralt.
Aunque a veces no es tan importante lo que dice el delincuente como lo que hay detrás: es lo que ocurrió en el caso de Anabel Segura (una joven española secuestrada en 1993) cuando en una llamada en la que se pedía un rescate por ella se oyó de trasfondo a un niño decir la palabra «bolo», muy característica de la provincia Toledo (al sur de Madrid), por lo que los investigadores pudieron confirmar el lugar donde se había producido, recalca.
Otro caso muy relevante para la experta es el de Óscar Sánchez, un español que permaneció 21 meses encarcelado en Nápoles (Italia) acusado de un delito que no cometió y en el que la lingüística sirvió no de acusación sino de defensa. La acusación se basó en una grabación de la voz de un narco que, tras ser comparada con una que se realizó a Sánchez posteriormente, tenía «diferencias abrumadoras», lo que exculpó definitivamente al acusado.
En asuntos de terrorismo, el papel de la lingüística forense tiene una labor preventiva (mediante el asesoramiento para detectar palabras claves en redes sociales que lleven a una investigación) y otra de análisis de comunicaciones interceptadas, además del análisis de las reivindicaciones de las acciones o atentados, para determinar la fuente y los contenidos.
En el 11-S, la intervención de los forenses del lenguaje fue también pedida por las aseguradoras: era muy diferentes las indemnizaciones si se trataba de un atentado o si se consideraban varios por lo que se encargó a lingüistas analizar el número gramatical (en singular, «ataque», o en plural, «ataques») que utilizaban los medios de comunicación cuando se referían a las Torres Gemelas.
También habla esta experta del lenguaje ambiguo, algo «típico» de la política actual y que ha visto en el presidente estadounidense, Donald Trump, uno de sus máximos exponentes.
«Los políticos saben el efecto que el lenguaje puede causar en las personas y, como grandes conocedores de las capacidades del lenguaje, lo llevan al límite», dice la autora que considera que dependerá de la labor que desarrolle su defensa el que Trump sea acusado o no de incitar al asalto al Capitolio.