Tengo, tengo, tengo. Los ritmos de la lengua, editado por Ariel, es el título del libro con el que José Antonio Millán, conocido autor de obras de divulgación lingüística, quiere descubrir al lector no especialista algunos de los mecanismos que oculta la lengua que hablamos todos los días.
El ritmo de la lengua está presente en muchas expresiones que no son poéticas sino que se utilizan desde hace centenares de años en una tradición oral que los ha transmitido de forma informal y por eso, explica el autor en una entrevista con Efe, «están sujetos a deformaciones y cambios por el boca a oreja».
«Son como organismos vivos que transmitimos y que van evolucionando», algo que se ve fácilmente en las canciones de los juegos infantiles, llenas de frases que no tienen sentido y que no se sabe si alguna vez, en su origen, lo tuvieron.
Lo mismo ocurre con esas frases utilizadas para sorteos de los juegos infantiles como «pinto, pinto, gorgorito», fragmentos que no significan nada pero que, aún en la era de internet, aparecen de pronto en el recreo de un colegio.
Otras veces sí han sufrido alguna transformación desde, por ejemplo, el acto de contar como «una, dola, tela, catola» o «uni, doli, teli»…, explica José Antonio Millán.
Lo que sí está claro es que estas frases dotadas de ritmo tienden a permanecer en el inconsciente ya que hay «un reducto muy próximo a nosotros que conserva memoria de la época en la que se cree que pueden ser palabras mágicas que curan un dolor o hacen salir el sol», señala el autor, que recuerda el «cura, sana, culito de rana».
El soniquete para hacer rabiar se ha transmitido durante años de tal forma que permaneciendo «solo el ruido» y sin pronunciar la frase de «chincha, rabiña», el ritmo «se convierte en una máquina de hacer rabiar».
También están presentes en la infancia los ritmos de los trabalenguas, que han sido muy utilizados para educar la dicción de tal forma que si no se hacía correctamente, «se puede caer en una grosería», recuerda Millán, que pone como ejemplo el del «del coro al caño, del caño al coro».
«Expresiones informales al margen de la cultura oficial y de la escuela, a veces al margen hasta de las familias y si se encuentran testimonios de ellas es un milagro», dice Millán: «son palabras que viven en el viento, en el habla y en el oído».
La mezcla entre lo físico y lo psicológico de estos ritmos lingüísticos se demuestran especialmente en los «machacones» conjuros que inducen al trance, y en las consignas que se corean en manifestaciones o eventos deportivos, situaciones que refuerzan la cohesión grupal.
«No hay quien resista, siendo mileurista» o «Luego diréis, que somos cinco o seis», son eslóganes en los que el contenido de lo que se corea, la emoción que despierta y la métrica en número par, hace una mezcla perfecta.
De los refranes hay más recopilaciones escritas, señala el autor, ya que se hicieron populares en el Renacimiento y fueron recogidas en publicaciones como la Revista de folklore que creó el padre de Antonio Machado.
La cultura del refrán tiene orígenes variados, pues unos proceden del latín, otros son árabes y otros se han creado ad hoc a lo largo de los tiempos, dice el autor, que asegura que el ritmo y la rima de los refranes son iguales que los eslóganes publicitarios que escogen la forma del pareado.
«A mi plim, yo duermo en Pikolin» es un eslógan que viene del general Prim, como una forma de pedir socorro, y se ha convertido en «un refrán moderno», asegura.