Vayamos con el «qué». El Diccionario no incluye ninguna referencia a pequeños cefalópodos en la entrada «puntilla».
La verdad es que el Diccionario, en esta voz, como en tantas otras, pasa olímpicamente de significados gastronómicos, porque en «puntilla» tampoco menciona otra acepción popularísima de esta palabra: ese encaje que forma el borde externo de la clara de un huevo cuando éste se fríe como mandan los cánones. Huevos con puntilla, claro que sí. Y puntillitas.
Mucha gente llama así a cualquier pequeño cefalópodo, sea de la familia loligínidos (calamares), sea de la sépidos (sepias). Y es muy habitual llamar puntillita a lo que no son más que choquitos: vean la Wikipedia, que dice, y dice mal, que son pulpitos o chopitos.
Aunque se trata de cefalópodos de pequeño tamaño, un choco y un calamar se distinguen bastante bien. El primero es un pariente de la sepia, de modo que tiene el cuerpo globoso; es una especie de Gordito Relleno, aquel entrañable e ingenuo personaje del Pulgarcito salido de los lápices de José Peñarroya.
Los calamares, en cambio, nos recuerdan más al Mortadelo de Francisco Ibáñez: alargados, estilizados, con una pasmosa habilidad para cambiar de aspecto (las sepias también lo hacen, pero uno no se imagina a Mortadelo con barriga, ni a Gordito Relleno cambiando de atuendo).
Tengo ante mí las puntillitas, en estado natural, que van a ser la segunda parte de tan sabrosa experiencia, y no son gorditas. Su cuerpo no es redondo, no son sepias, ni chocos. No son ni la Sepia elegans ni la Sepia orbignyana, que son los llamados choquitos o choquitos picudos, respectivamente.
Son los que se llaman calamarines picudos (Alloteuthis subulata): cuerpo estrecho, que se va agudizando al final para formar una cola ciertamente larga y aguda. La nomenclatura es la del Catálogo de denominaciones de especies acuícolas españolas, del FROM.
¿Que por ahí adelante llaman puntillitas a los choquitos? Pues sí. Creo que el nombre tiene más que ver con la fritura que con la materia prima: el rebozado forma algo que recuerda un encaje, y como una puntilla es —dice el DRAE— un «encaje generalmente estrecho que forma ondas o picos en una de sus orillas» la comparación es aceptable.
Y conste que unos choquitos mínimos bien fritos son una delicia. Pero las puntillitas propiamente dichas se hacen con otro cefalópodo.
Ahora viene el «cómo». Hechos con el género adecuado, hay que saber tratarlo. Lo primero, la limpieza. Pueden conformarse con lavarlos a conciencia y secarlos después bien: si no, tendrán problemas al rebozarlos.
Si tienen paciencia, pero mucha paciencia, pueden proceder a limpiarlos uno a uno: fuera pluma, y fuera «sustancia», o sea, contenido intestinal. Aparte, separar las «cabezas», con sus tentáculos (están riquísimos fritos), de los cuerpos. Así las cosas, hay que ponerles sal y prepararlos para la fritura.
Es decir: rebozarlos en harina. A mí me gusta que tengan el rebozado justo, más tenue que grueso; la harina frita no está entre mis manjares favoritos. Ustedes háganse con una bolsa de plástico, sin usar, y pongan en ella un poco de harina de la que los andaluces llaman «de freír».
Echen un número prudencial de puntillitas, añadan otro poco de harina, cierren la bolsa haciendo una especie de globo, y agítenla bien. Ábranla, retiren los moluscos y pásenlos por un cedazo, o por un colador, para eliminar el exceso de harina y que se queden con la justa.
Y a freír. En aceite, naturalmente de oliva (no habría ni que decirlo: el aceite viene de la aceituna, como sus propios nombres indican), y por supuesto virgen, en toda la extensión de la palabra. Quiero decir nuevo, limpio. En cantidad suficiente para que los calamarines «naden» en él. Y bien caliente. En casa se hace en sartén, pero pueden usar freidora.
Cuando estén doraditos por fuera y la harina haga, en efecto, puntillas, retírenlos con una espumadera y pónganlos sobre papel de cocina absorbente para que se quede allí el aceite sobrante. Una vez en perfecto estado de revista, a la mesa. Sin más.
No les recomendaré rociar las puntillitas con unas gotas de zumo de limón, pero tampoco diré que esté prohibido: quede al gusto de cada cual. Eso sí, el acompañamiento líquido admite muchas posibilidades, desde una cerveza bien tirada a una copa de manzanilla sanluqueña, pasando por un fino y, por supuesto, por un buen albariño.
En fin, el caso era no pasar de puntillas sobre este asunto de las puntillitas. Para dar la puntilla al asunto, les diré que unas puntillitas hechas como arriba se explica son un auténtico encaje de Camariñas. En pocas palabras: una obra de arte. Disfrútenla.
En casa, por qué no: al menos podrán tener una razonable seguridad sobre el «qué» y administrarán ustedes el «cómo» a su gusto. Pero recuerden que el trabajo, en cocina, siempre vale la pena: devuelve el ciento por uno.