Tal obsesión no se limitaba al ámbito de lo material. Con las personas le ocurría lo mismo. Eran SU madre y SU padre. Y SU mujer. Y SU jefe. Y SU amigo. Y SU compañero de pádel. Su médico, su confesor, su carnicero y su entrenador. Si veía a alguien dolorido tras un partido, le decía: «Aquí tienes el teléfono de MI fisio», remarcando fuertemente la entonación del posesivo. O si quería hablar de su esposa, siempre se refería a ella como «MI Paqui», nunca como Paqui a secas.
Por esa forma tan suya de marcar territorio, más de uno quiso ver en él a un machista recalcitrante, un posible maltratador de esos que trata a su pareja como un objeto que se posee y no como una compañera de viaje con quien compartir la vida. Las sospechas eran comprensibles, pero insostenibles. Él amaba a su esposa. Y a sus hijos. Y ellos le correspondían porque era una buena persona cuyo único defecto era ese amor desmedido por la palabra «mío».
[…]
Leer más en yorokobu.es.