A partir del inicio de la era humana la lengua fue el puntal de su desarrollo. Sin vocablos no habría civilización tal como ahora la conocemos. No disponiendo de la palabra, ¿cómo podríamos expresar con soltura «amor», «hijo», «sueño», «duda», «tristeza», «miedo» o «pena honda»?
El pueblo construye su lenguaje. Lo hace campechano y sorprendente. Si lo hubieran edificado solamente los entes gubernamentales, la única expresión ensordecedora sería un término egoísta: «yo, yo, yo, yo…». Jacinto Benavente afirmaba: únicamente los enamorados saben decir «tú».
Fernando Lázaro Carreter, uno de los grandes lingüistas de España, expresaba verdades certeras: «¿Deben obedecerse las leyes, decretos, regulaciones y demás rémoras contra el albedrío humano, cuando contienen yerros idiomáticos reveladores de que, al dictarlas, se ha hecho una higa al diccionario?». Y completaba: «¿No es la ley del idioma la más democrática, como hechura directa del pueblo, y, por tanto, la más respetable?».
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