Fruto de una tertulia informal celebrada en el palacio del marqués de Villena maduró la idea de crear en nuestro país una institución a imagen y semejanza de la Academia Francesa. Así, en 1713 se concibió la Real Academia Española con el fin de salvaguardar nuestra lengua y hacer un diccionario. Transcurridos tres siglos, la docta casa se enfrenta al desafío de ejercer de guía del segundo idioma más hablado del planeta y de adaptarse a una sociedad cada día más diversa y tecnológica.
Con trescientos años a sus espaldas, la Real Academia Española (RAE) celebra por primera vez un centenario. «El primero coincidió con el reinado de Fernando VII, monarca que tuvo muchos problemas con la institución y que, en 1814, destituyó a su entonces máximo responsable, Ramón Cabrera —cuenta el actual director del organismo, José Manuel Blecua—. Luego, al cumplir dos siglos, con la Primera Guerra Mundial a las puertas, tampoco era el momento de festejos». Así que, en esta tercera oportunidad, la RAE quiere sacarse la espina. «He tenido la fortuna de que me tocara a mí», admite Blecua.
Aunque la conmemoración resulte de gran importancia para nuestros académicos y para sus homólogos de América y Filipinas, quizá el tricentenario no esté teniendo igual acogida entre la sociedad, que en general percibe a la RAE como algo elitista. «Tendrán sus motivos —apunta Blecua—; la sociedad no acusa de una manera gratuita, pero es probable que haya desconocimiento y de eso todos somos culpables». Y es que, posiblemente, la RAE haya vivido algo apartada de la ciudadanía. «Tampoco se llevaba eso de salir fuera. Ahora, en cambio, parece que la sociedad solicita que las instituciones se abran al público», afirma el director de la casa.
Una fructífera reunión. Juan Manuel Fernández Pacheco, marqués de Villena y hombre muy instruido, fue el encargado junto con ocho amigos —nobles, clérigos y algunos altos funcionarios— de concebir la RAE a instancias del rey Felipe V. La idea era instaurar un órgano de referencia en materia idiomática, a imagen y semejanza de la Academia Francesa y de la de Florencia. «La mayoría de estos personajes no tenían ni una perra, pero poseían un estatus social y unos conocimientos muy sólidos sobre los problemas generales de la lengua y del análisis de los textos», destaca Blecua. La idea del marqués era salvaguardar nuestra lengua, aunque el prólogo del Diccionario de autoridades iba más allá: «El principal fin que tuvo la Real Academia Española para su fundación fue hacer un Diccionario copioso y exacto, en que se viese la grandeza y poder de la lengua, la hermosura y fecundidad de sus voces, y que ninguna otra le excediera en elegancia, frases y pureza, siendo capaz de expresarse con ella todo lo que se pudiere hacer con las lenguas más principales».
Y así, el 3 de agosto de 1713, en la tertulia del palacio de Fernández Pacheco, situado en la plaza de las Descalzas de Madrid, se levantó el acta fundacional de la RAE. Un año y dos meses después, el 3 de octubre de 1714, Felipe V expidió la real cédula por la que autorizaba a redactar sus estatutos, que serían aprobados el 24 de enero de 1715 junto con el emblema elegido, un crisol puesto al fuego bajo la leyenda «Limpia, fija y da esplendor». También se acordó que el número de académicos fuera de 24, designados con las letras mayúsculas del alfabeto.
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