El lenguaje político sugiere mucho acerca de la clase dirigente que nos gobierna. Escribía José Antonio Marina (Elogio y refutación del ingenio, 1996) que las palabras tienen su propio inconsciente y, por tanto, se pueden psicoanalizar también.
Quienes emplean el discurso del poder se expresan con determinados movimientos convulsos del lenguaje que ellos mismos no controlan, un tic oratorio que los pone en el pedestal y los libera de tensión.
Esto se representa con frecuencia en un insistente uso del verbo «querer» con el sentido de tener una voluntad. Los demás mortales quieren muchas cosas (anhelan, desean, pretenden), pero entre su impulso y la consecución del logro median a menudo trechos que no tienen la capacidad de recorrer o que les suponen un gran sacrificio: tal vez el ahorro de años o meses, tal vez el estudio concienzudo. «Quiero comprarme una casa», «quiero regalarle un televisor a mi madre», «quiero encontrar trabajo», «quiero estudiar una carrera». Este verbo se remite comúnmente al esfuerzo que se interpone entre la voluntad y el éxito.
La misma palabra «voluntad» se transforma: significa una intención y, a la vez, la tenacidad precisa para que aquella se ejecute; y así debemos tener voluntad para lograr lo que buscamos; y una persona sin voluntad no es quien no desea algo, sino quien no pone el esfuerzo necesario.
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