Con esta proverbial sentencia condenatoria de la ortografía castellana, se despachaba el Nobel del Literatura en el I Congreso Internacional de la Lengua Española, con sede en la ciudad mexicana de Zacatecas. Ante una concurrida audiencia de hispanistas y egregios de nuestro idioma, el carismático colombiano se lanzaba a una empresa de dimensiones inimaginables; la erradicación de las rigideces ortográficas que gobiernan la gramática de la Lengua Castellana.
Ante lo estrambótico de la propuesta y las dificultades que podría acarrear para un correcto aprendizaje normativo de las reglas ortográficas, esenciales para la adquisición básica de un idioma (sea cual sea su naturaleza), muchos fueron los que se apresuraron a desechar la propuesta cargando tintas sobre ella.
Como joven estudiante de Bachiller que era entonces y por la acusada propensión a la escritura que siempre he tenido, aún me vienen a la memoria los ecos del ulterior debate que todo aquello despertó tanto en círculos de la vida universitaria, como en los meros centros de enseñanza secundaria donde los profesores –con más o menos afán—, se desgañitaban en hacernos ver lo ridículo de la medida.
Hoy, con casi 20 años de perspectiva desde aquella curiosa efeméride e inmersos como estamos en un mundo donde la inmediatez cibernética y la afluencias que la Redes Sociales, incluidas ya en numerosos dispositivos móviles con conexión a Internet, han generado en las formas nuevas de comunicación —impensables hasta hace bien poco—, me hacen hoy como docente sin ejercicio, abrir aquel viejo pero necesario debate: ¿Es necesario jubilar la ortografía en aras de potenciar la fluidez de la comunicación interpersonal?.
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