En pocos días he oído o leído, en prensa o en libros, las siguientes expresiones inexistentes y por tanto difícilmente comprensibles: «Le echaron el pato encima»; «Se desvivía en elogios de ella»; «Le dio a la sin lengua»; «Es una mujer-bandera». Uno trata de «traducir», y supone que en la primera hay una mezcla de «pagar el pato» y «cargarle el muerto»; en la segunda, de «desvivirse por ella» y «deshacerse en elogios»; en la tercera, una metamorfosis (a la lengua se la llama castizamente ‘la sin hueso’); en la cuarta, lo que siempre se dijo «una mujer de bandera» ha quedado comprimido en una extraña figura: mujeres que se llevan en un asta, para dolor de ellas. Escribí bastantes artículos comentando estas corrupciones y absurdos, hasta que di la batalla por clamorosamente perdida.
Alertar de los imparables maltrato y deterioro del castellano, en España como en Latinoamérica (hay la fama de que allí se habla mejor que aquí, pero es falsa: cada lado del Atlántico, simplemente, destruye a su manera), carecía de sentido cuando los embates son constantes y sañudos y además contradictorios entre sí, no obedecen a un plan ni a un esquema. Los anglicismos superfluos, por supuesto, campan a sus anchas (hoy muchos dicen «campean»). Las concordancias han saltado por los aires: «Quiero decirle a los españoles», se oye en boca del Presidente del Gobierno y también del último mono, ya que a nadie le importa que el plural «españoles» exija «les» en esa frase. Los modismos son «creativos» y no hay dos personas que coincidan en ellos: el antiguo e invariable «poner la carne de gallina» admite todas las variantes, desde «la piel» hasta «los vellos» hasta «la carne de punta».
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