Mi intervención fue una aproximación a ciertas preguntas acuciantes, cuya eventual respuesta no es (sola, ni principalmente) asunto de corrección gramatical, claridad del estilo o elegancia expresiva: pertenece al universo de la ética. Como un Cristóbal Colón verbal e intelectual, nuestra lengua se ha adentrado en un territorio sin cartografías seguras: el océano verbal de Internet. ¿En qué lugar nos encontramos? ¿Llegaremos a puerto seguro? ¿Nos espera en el futuro una conversación creativa que exprese la realidad, por más compleja que sea, la mejore y la libere, o un retorno maléfico —opresivo, empobrecedor— a la Torre de Babel?
Todos (o casi todos) estamos embarcados en esta travesía. No por casualidad se acuñó el término «navegar» para la operación de aventurarse en la Red. Navegamos en ella para comunicarnos con familiares, con amigos reales y virtuales; navegamos para atrapar noticias, curiosidades, imágenes; navegamos para emitir opiniones, para recibirlas, para participar en la plaza pública. Al navegante creativo, al que no espera solo la información sino que discurre sus propios mapas, se le abren inmensas posibilidades de expandir la realidad (y la conciencia de la realidad). Y para el emisor de información, las potencialidades de esta era pueden ser, ya son, generosas y múltiples.
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