Las palabras honradez y honestidad han menudeado en este periodo electoral de cinco meses. Y tenemos un buen lío con ellas. La misma lengua que logró afinar las diferencias entre dormir, adormecer o adormilar, o entre jaca y corcel, se ha enredado durante siglos con honrado y honesto.
Salvador de Madariaga (Abc, 20 de junio de 1971) defendía que la honradez se ha de medir de cintura para arriba, y la honestidad de cintura para abajo. Y añadía: «El que dice honesto por honrado habla o escribe anglañol o hispanglés». Lázaro Carreter también encontraba en «el plenario influjo del inglés» ese origen inmediato del problema (El dardo en la palabra, 1997. Página 563).
En efecto, el uso habitual de honesty sin distinción de cinturas fronterizas hizo equiparables las escenas de Bill Clinton con Monica Lewinsky y las intrigas de Richard Nixon con el Watergate. Sin embargo, en español cabría ceñir el primer caso a una cuestión de honestidad y situar el segundo en el ámbito de la honradez. Una diferencia cada vez más improbable entre nosotros.
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