De las históricas, movedizas y ambiciosas palabras, tan manoseadas como concepto que se han convertido –como dice mi admirada Leila Guerriero– en la palabra lapalabra. Ese que en raptos de cierta poeticidad dudosa, se sublima y se enuncia entre los velos de metáforas muchas veces cursis, el poder de «la palabra».
Hoy me interesa resaltar facetas más directas de ellas porque vivimos asaeteados por discursos, mensajes, cadenas, sermones, diálogos, monólogos, es decir, por toda clase de emisiones lingüísticas que buscan llegar y posicionarse en la conciencia de los demás. Acabamos de escuchar las salutaciones, homilías e intervenciones del papa Francisco y les hemos dedicado mucha más atención que la habitual. Hasta se han prestado al ejercicio de la interpretación que cada uno sitúa a su interés o conveniencia. Esa es la actividad fundamental del hablante: expresar pensamiento y recibir el ajeno dentro de un complejo tejido de significaciones.
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