Desde el 19 de septiembre, medio mundo está pendiente de La Palma por las impactantes imágenes de la erupción en Cumbre Vieja y sus dramáticas consecuencias sobre viviendas, negocios y cultivos, y cada vez es más frecuente escuchar o leer en las crónicas de lo que ocurre canarismos que al hispanohablante, sobre todo si reside en España, le pueden parecer de uso local, sin proyección fuera de las islas.
Error. Muchos de esos términos están incorporados a la literatura científica desde hace décadas tal cual se escriben en castellano. Porque lo mismo que usan con frecuencia el término «lapilli», importado de la tierra del Vesubio y el Etna, o la lava «pahoehoe», como dicen «lava suave» quienes han nacido a las faldas del Kilauea, vulcanólogos de todo el mundo manejan «caldera» y «malpaís», palabras donadas a la ciencia por la tierra del Teide y Timanfaya.
Una de la autoridades más respetadas respecto a léxico que el castellano ha heredado de los antiguos aborígenes de Canarias o de sus primeros pobladores tras la Conquista, el catedrático de Filología Española, Maximiano Trapero, la referencia cuando se trata de hablar de toponimia, comentó para Efe algunas de esas palabras, que también son de uso común en la América hispana porque al otro lado del Atlántico llegaron precisamente desde las islas.
«Siendo Canarias un territorio totalmente volcánico, resulta curiosa la poca frecuencia del término volcán en su toponimia, y eso porque la voz entró en el castellano muy tardíamente, a partir del siglo XVII», dijeron Maximiano Trapero y su colega Eladio Santana al describir la palabra volcán en el diccionario de topónimos que ambos han recopilado para la web de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria (toponimiacanaria.ulpgc.es).
En Canarias, explicó Trapero, hasta hace bien poco «todo volcán se convertía automáticamente en montaña». «Solo los muy recientes reciben el nombre de volcán», añadió. Lanzarote, la isla de volcanes casi por excelencia, que vivió cinco años seguidos de erupción, está salpicada de montañas: Montaña Roja, Montaña Blanca, Montaña de Tinaguache… y, por encima de todas ellas, las Montañas de Fuego.
Si el término volcán es raro en la toponimia tradicional, el de cráter directamente no se encuentra. En Canarias, los primeros colonos adaptaron una palabra castellana que describía un cacharro de cocina de fondo abombado, útil para cocer, para describir las hondonadas de algunas «montañas». Son las calderas, las hay pequeñas, algunas tienen cientos de metros y otras son descomunales, como la de Taburiente (La Palma) o Tejeda (Gran Canaria).
En el siglo XIX, uno de los geólogos más importantes de su tiempo, el alemán Leopold von Buch, introdujo caldera en el glosario internacional de su ciencia, sobrecogido por lo que había visto en Taburiente o en las Cañadas del Teide. Acababa de regresar de años de trabajo en Canarias. Cierto compañero de estudios con prestigio de explorador le había recomendado que para saber de volcanes, nada como las islas atlánticas: el naturalista Alexander von Humboldt.
Otra palabra que llama la atención en el vulcanismo de Canarias, por su completa ausencia en los mapas, es lava. «Lava no está en la toponimia de las islas», certificó Maximiano Trapero.
Es verdad que uno de los más grandes escritores de Canarias de todos los tiempos, José de Viera y Clavijo (1731-1813) utiliza la palabra lava en su Historia natural de las islas Canarias, donde describe hasta 14 tipos de lava que pueden verse en el archipiélago. «Pero no olvide que Viera era un ilustrado», precisa Trapero.
En Canarias, a la lava que conforma coladas fragmentadas, casi impracticables, esa que tardan siglos en deteriorarse y formar suelos fértiles, se le llama malpaís (con derivados como maipez o maipei), una palabra acuñada en el siglo XV que puede que tenga origen francés, porque se cita en las crónicas normandas de la Conquista. Sin embargo, al pensar en su origen, Trapero se inclina por la explicación más plausible: así llamaron los colonos castellanos a aquellas suelos baldíos, yermos, son malas tierras.
Si la colada no tiene ese aspecto caótico y quebradizo, sino que es llana y casi pulida, algo de lo que también hay varios ejemplos en las islas, los herreños la han llamado siempre lajial.
Tampoco el lapilli existe en Canarias, aunque cientos de kilómetros cuadrados de las islas estén cubiertos por esos pequeños fragmentos de escoria volcánica. A esos granos gruesos y rugosos de origen volcánico se les apoda rofe en Lanzarote, picón en Gran Canaria, zahorra en Tenerife y jable en El Hierro.
Y para un agricultor de Canarias ese lapilli es de todo menos escoria, porque se trata de un producto muy apreciado en el campo: muchos cultivos se cubren de esos fragmentos volcánicos, porque retienen la humedad y hacen que lo plantado rinda más. Esa técnica recibe el nombre en Canarias y en América de enarenado, porque al substrato fértil se le pone encima para que lo proteja una fina capa de arena; es decir, de ceniza volcánica.
En las coladas que forman tubos aparece una palabra de origen prehispánico, heredada de los aborígenes de Lanzarote, jameo, que describe al espacio que deja un hundimiento del tubo. El culpable de que sea mundialmente conocida tiene nombre y apellidos: César Manrique, el creador de los Jameos del Agua.
Llegados a este punto, surge un canarismo que Maximiano Trapero defiende que estos días se está usando mal: fajana. Así se está llamando al delta volcánico que la colada de la erupción de Cumbre Vieja está creando en la costa de Tazacorte, al entrar en el mar.
Trapero admite, con reticencias, que se hable de delta, porque, si hay un río de lava, también cabe usar delta de lava. Pero se resiste a llamarlo fajana: en 58 sitios de Canarias ha encontrado Trapero el término fajana, la mayoría en La Palma, pero siempre para describir una planicie generada por el derrumbe de un risco en el interior de las islas, nunca en la costa.