Hay novelas como muñecas rusas en las que unas historias se guardan dentro de otras. La última de Arturo Pérez-Reverte, Hombres buenos, lleva prendida en el arranque la de un personaje casi oculto y fenomenal. El escritor recrea la aventura de los dos académicos que viajaron a Francia a hacerse con L’Encyclipedie de Rousseau, D’Alemebert, Voltaire y Diderot, la obra más avanzada del XVIII, prohibida en Francia y España, y mecha ideológica de la Revolución Francesa. Casi nada. Cuenta también cómo un recién estrenado académico Pérez-Reverte descubre en la Biblioteca de la Real Academia Española (RAE) los 28 tomos de la primera edición de la enciclopedia —un tesoro— y el director le indica que pregunte por ellos a Gregorio Salvador, que es el que sabe del asunto. A él le dedica el libro, junto a Mingote, Antonio Colino y el almirante Álvarez Arenas. «Se lo agradezco. Soy el único que está vivo», replica Salvador. El detalle esconde la amistad entre dos hombres distintos que se respetan y una vida asombrosa que da lugar a uno de los personajes fundamentales de la lengua española. Comienza con un chaval leyendo a Galdós y Pío Baroja mientras pastorea vacas en Galicia. La muñeca rusa está abierta.
Gregorio Salvador (Cúllar, Granada, 1927) asiste a la caída de la tarde y a su propia vejez casi sorprendido, sentado en una casa moderna de hormigón con vistas a Malasaña. Tiene 88 años en un búnker de libros en el que no se ve la pared. En ese mismo salón setentero lo describe Pérez-Reverte, entre muros preñados de millones de palabras. Salvador, académico de la lengua desde 1987, y un lingüista de enorme envergadura, mira la imagen de su vida y entorna hacia arriba los ojos estrábicos de todo lo que se le ha estrechado y ensanchado el mundo. Habla y levanta las manos con las palmas hacia la cara y los dedos en movimiento, como si le toqueteara las tuercas al mecanismo de su existencia, larga, fecunda y algo extraña.
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