Cuando Cupido, ese dios travieso, hace de las suyas, lanzando su flecha a mansalva sobre cualquier desprevenido (casi siempre adolescente), aparecen evocaciones como «quiero sumergirme en el lago inmenso de tu mirada», «mi universo se inunda con tu sonrisa» o «tu ausencia, como nube oscura, me ha separado del cielo».
A esa edad, casi todos nos creemos poetas; suponemos acudir por primera vez a palabras «elevadas» y a imaginar que nadie más ha descubierto la rima de «amor» con «dolor», de «soñando» y «esperando». Aun con esa dosis de cursilería, nada más humano, bello y elevado que el mismo amor.
Imaginar las aguas diáfanas y juguetonas, zigzagueando entre colinas, mientras acarician y envuelven piedras, mecen hojas secas o emparejan la arena en el margen de los cauces, en medio de cambios multicolores que van delineando los rayos de un sol tibio, podemos entender que la existencia constituye un trascurso permanente, donde dejamos huellas a cada paso.
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