Supongamos que pedimos a varias personas de distinta procedencia que piensen en un árbol. Sin remedio, cada una imaginará un ejemplar concreto, casi con seguridad el más habitual en su entorno: un árbol de copa redondeada y frondosa, o tal vez un puntiagudo ciprés, o un sauce con los brazos caídos. El cerebro actúa bajo la ley del mínimo esfuerzo, y siempre que debe proyectar un contexto sobre una palabra toma como referencia el más cercano, mientras no se le induzca a hacer otra cosa.
Las palabras grandes en las cuales caben otras más pequeñas se llaman hiperónimos. Y las contenidas en aquellas reciben el nombre de hipónimos. Así, «árbol» es el hiperónimo de «endrino», «secuoya», «pino», «roble» o «álamo»; y estas variedades son hipónimos de «árbol», y árboles también.
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