A raíz de la nueva edición del Diccionario de la RAE (la 23.ª), han arreciado las protestas por parte de colectivos e individuos. Unas, porque no se ha suprimido o modificado tal o cual acepción de una palabra; otras, porque se ha añadido alguna, atendiendo a su vigencia entre los hablantes; las de más allá, porque se han incorporado vocablos aquí inauditos, olvidando que son frecuentes en países que comparten con nosotros la lengua: por ejemplo, «amigovio», el cual, por desafortunado que en mi opinión resulte, se emplea en la Argentina, México, el Uruguay y el Paraguay. Muchas quejas son ya antiguas y simplemente se redoblan, cada vez con mayor intolerancia, como corresponde a nuestros tiempos.
Los judíos se enfurecen por el mantenimiento de «judiada», que está en los clásicos; los gitanos se manifiestan ante la sede de la Academia exigiendo que desaparezca la acepción «trapacero», sin tener en cuenta que también se recoge la elogiosa «que tiene arte y gracia para ganarse las voluntades de otros»; los enfermos de cáncer juzgan denigrante el siguiente sentido: «proliferación en el seno de un grupo social de situaciones o hechos destructivos», como en la frase «la corrupción es el cáncer de la democracia»; las asociaciones de autismo se indignan ante esto: «dicho de una persona: encerrada en su mundo, conscientemente alejada de la realidad», como en «Rajoy gobierna en plan autista». Como los aquejados de cretinismo son ya menos que antaño, no me consta que se hayan encolerizado por el significado «estupidez, idiotez, falta de talento», ya longevo. Pero, puestos a ser susceptibles, el número de ofendidos podría ser incontable.
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