«Afección» procede del latín affectionis, sustantivo que tenía el neutral significado de «acción de afectar» o «resultado de una influencia» (diccionario Vox, 1990).
El actual diccionario académico del español remite en «afección» a uno de los significados de «afecto», el relativo a las «pasiones del ánimo»; y cita entre ellas el amor y el cariño, pero también la ira y el odio. De ahí que el Diccionario de Autoridades (1737) definiese así la palabra «ojo», por ejemplo: «Órgano por donde el animal recibe las especies de la vida y por donde explica sus afectos». Todos los afectos, lo mismo la sorpresa que las lágrimas.
Por su parte, el sustantivo «desafección» figuraba en el diccionario del jesuita Esteban Terreros y Pando, en 1786, como sinónimo de «desafecto», vocablo que definía luego con estas palabras: «Desamor. (…) Enemistad, aversión».
Ahí tenemos ya un testimonio de que «desafección» no se limitaba a señalar de forma aséptica cierta distancia respecto de algo, sino más bien unos sentimientos adversos. La Academia se sumará en 1884 a este parecer, pues incorpora entonces el término y lo identifica también con «desafecto», que define como «opuesto» y «contrario». Y añade una tercera acepción: «Malquerencia». La «mala voluntad» en esta entrada aparece en 1950.
Por tanto, «desafección» se ha desarrollado desde hace siglos con un sentido negativo propio, mientras que «afección» y «afecto» se usaron con ambivalencia en su origen, desde el latín affectus; y han servido y sirven para referirse tanto a la furia como a la ternura. El más frecuente uso de «afecto» en su sentido positivo ha connotado la percepción que tenemos hoy del término, pero «afección» no le acompañó en ese camino, y hasta vinculamos este vocablo con algo tan malo como una dolencia.
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