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| Carmen Naranjo (Agencia EFE)

Cuando las palabras tienen nombre propio y una historia que contar

Si uno asegura que va a apuntarse a «hacer pilates para reducir los michelines», además de gimnasia habrá hecho uso, seguramente sin saberlo, de dos epónimos, unas palabras con nombre propio y con una historia detrás que el filólogo Javier del Hoyo cuenta a los lectores en su obra Eponimón (Ariel).

Cada día empleamos palabras que proceden de un apellido, de un nombre de una persona o de una ciudad, una costumbre que se remonta a la Antigua Grecia: algunas tienen mayor fortuna pues se incorporaron al idioma con vocación de permanencia pero otras nacen con menos suerte, viven efímeros momentos de gloria y desaparecen.

Javier del Hoyo llevaba mucho tiempo recopilando este tipo de palabras por orden alfabético, como si de un diccionario se tratara, hasta que decidió reunir los epónimos en un libro estructurado en capítulos que agrupan historias por temas para relatar con humor el origen de estos vocablos, según explica a Efe.

Así hasta 1 835 palabras, indica del Hoyo, que asegura que se ha limitado a recopilar las que forman parte del registro popular y no de lenguajes como el científico o el médico, repletos de epónimos que sólo están al alcance de expertos.

Y así, recuerda que mientras el pilates debe su nombre al atleta que ideó este método de entrenamiento, los michelines que pretendemos eliminar con esta gimnasia proceden del muñeco del anuncio de la marca de neumáticos Michelín.

Los epónimos aparecen por todas partes, desde los meses y los días de la semana, cuyos nombres fueron legados por los dioses clásicos: a la luna se consagró el lunes; al dios Marte, el martes; Mercurio presidía el miércoles; para Júpiter fue el jueves y Venus, la diosa del amor, se quedó con el viernes.

Otros, como Hermes, dan lugar a diversos vocablos: de él procede la palabra comercio y sus derivados, ya que fue el dios del mercado, pero también, como dios de la química, el hermetismo, por cómo los químicos cerraban «herméticamente» sus productos en botellas de vidrio para evitar disgustos. Y como, unido a Afrodita, engendró a Hermafrodito, que fusionó por amor órganos masculinos y femeninos, dio pie a otros vocablos.

Ya lejos de los dioses, en la cocina, si preparamos una besamel hay que saber que el nombre de esta salsa se atribuye a Louis de Bechámel, camarero de Luis XIV; y que la mahonesa es una salsa que se originó en Mahón y no en Bayona, como defienden los partidarios de llamarla bayonesa.

Más conocido es el origen del sandwich, bautizado con el nombre de un conde inglés que, además de dar nombre como almirante a unas islas del Pacífico, pasó a la posteridad como un empedernido jugador que pasaba horas en partidas de cartas sin tiempo siquiera para comer, por lo que se alimentaba de panecillos abiertos por la mitad untados con manteca y rellenos de espárragos y huevos cocidos.

En materia de transportes, Javier del Hoyo descubre la curiosa etimología de pulman, una palabra que nace de Jorge Martínez Pullman, un emigrante asturiano que llegó a Chicago en el siglo XIX. Allí inventó los vagones de ferrocarril de gran lujo, que bautizó con su segundo apellido, y con los que conocemos a ciertos autocares.

Si vamos de compras, y nos decidimos por unos pantalones, sabremos que su nombre procede de Pantaleone, personaje grotesco de las comedias italianas que ridiculizaban a los comerciantes venecianos de las clases bajas que vestían calzas largas en lugar de las cortas de las pudientes. Tras la Revolución francesa, la moda cambió y esas calzas largas, adoptadas por la clase alta, fueron bautizadas como pantalones.

Mientras, el biquini procede del nombre del atolón del Pacífico donde Estados Unidos realizó ensayos nucleares en 1946, al mismo tiempo que en París se presentaba el revolucionario traje de baño. Al preguntarle el diseñador a la modelo que lo lucía que le parecía, ésta le contestó: «Señor Réard, su bañador va a ser más explosivo que la bomba de Bikini».

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