Es así como se convierte en el elemento de comunicación verbal y escrita con el que las personas nos relacionamos y ponemos de manifiesto aquello que pensamos o sentimos. Es decir, el lenguaje es uno de los componentes que integran las agrupaciones humanas como parte activa de su desarrollo y evoluciona a la par que estas, por lo que sería un intento baldío —y contraproducente— tratar de detener su progreso.
Su condición de elemento vivo lo hace permeable a las circunstancias del medio en que se desarrolla, en el cual, a su vez, deja sentir su influencia. Se establece así una correspondencia biunívoca, recíproca, una especie de simbiosis en la que cada parte saca provecho de esa reciprocidad: los hablantes se sirven del lenguaje y este se nutre con las aportaciones de aquellos.
Aparecen de este modo nuevas formas de expresión, palabras y frases nuevas que sirven para nominar lo que necesita distinguido con un nombre para ser sustantivado, nombre que luego pasa al patrimonio lingüístico, que se enriquece con esta herencia. La ciencia y la técnica —muy particularmente la informática— son buenos ejemplos de este intercambio.
Que el lenguaje puede ser objeto de mal uso es un hecho. Pensemos en esas expresiones hinchadas y altisonantes que a veces escuchamos o leemos. Es más que probable que quienes se sirven de ellas crean que están en la cima de la corrección cuando lo cierto es que no solo no añaden nada al idioma sino que lo afean.