¿No es llamativo? El tiempo —bueno o malo, sofocante o lluvioso— siempre ha sido una de las conversaciones de ascensor por excelencia. Uno se ve encerrado en un recinto pequeño junto a otra persona y se siente incómodo en silencio. Si el trayecto se comparte con un desconocido, quizá baste con desviar la mirada o consultar el móvil; pero, si coincidimos con vecinos o compañeros de oficina, sentiremos la necesidad de cruzar unas mínimas palabras de urbanidad
Resulta, no obstante, que hablar del tiempo es una de las conversaciones más importantes que debemos mantener. Ya no basta (si es que alguna vez bastó) con intercambiar cortesías entre cuatro paredes mientras se suben o bajan cuatro pisos. Hay que sacar el tema de ese espacio estrecho y debatirlo en comunidades de vecinos y comunidades autónomas, en parlamentos nacionales y cumbres internacionales.
El primer paso es llamar a las cosas por su nombre: crisis climática describe con mayor precisión que cambio climático la gravedad de la situación. De hecho, no faltan quienes defienden que sería recomendable optar incluso por emergencia climática, giro con el que piden que se reconozca que estamos ante la mayor amenaza a la que se ha enfrentado la humanidad. Si la expresión crisis climática diagnostica el mal con la debida crudeza, emergencia climática reclama además actuar al respecto.
El primer paso es llamar a las cosas por su nombre: crisis climática describe con mayor precisión que cambio climático la gravedad de la situación
Las palabras, empleadas con precisión, son faroles que horadan la oscuridad, encienden los caminos. Así, para indicar que el crecimiento económico no puede seguir produciéndose a costa de explotar los recursos naturales, se habla de que hay que ecologizar el modelo de desarrollo, neologismo bien creado con el sentido de ‘hacer ecológico’.
En concreto, cabe mencionar el conocido como pago verde (mejor que el greening inglés), cuya denominación extendida es pago para prácticas beneficiosas para el clima y el medioambiente. Se trata, resumidamente, de las ayudas europeas que reciben agricultores y ganaderos para hacer más sostenibles ambientalmente sus explotaciones.
Otro término de nuevo cuño es littering, traducible como basureo o basurear. Estas voces aluden respectivamente al hábito y la acción de abandonar residuos en lugares públicos. De lo contrario, si seguimos con tales prácticas, los ecosistemas se verán alterados por un exceso de basuraleza, acrónimo formado a partir de basura y naturaleza.
Desde el punto de vista ortográfico, conviene tener presente que, si en vez de residuo escribimos desecho, este sustantivo se escribe sin hache en la segunda sílaba, pues en este contexto deshecho contamina la salud visual. Pero más importante que el hecho en sí de que desaparezca la hache es que desaparezcan los residuos que no pueden reciclarse. A tal fin, ya gana terreno una filosofía del residuo cero, mejor que del zero waste .
Contra la obsolescencia programada, surge la idea de la alargascencia, concepto con el que se hace referencia a las iniciativas destinadas a evitar, mediante una red de reparaciones o trueques, que los productos queden obsoletos o inservibles, y reducir de este modo el consumo de recursos naturales.
Por su parte, sabedoras de la creciente preocupación que despierta la crisis climática, muchas empresas se suman a esta clase de iniciativas. Cualquier cambio en este sentido será de agradecer, siempre y cuando las nuevas políticas empresariales no sean en el fondo mera fachada.
¿Quién no se indignaría si descubriese que lo que se presenta como conciencia medioambiental es lo que en inglés se llama greenwashing? Y, ya que estamos, ¿por qué utilizar greenwashing cuando podemos hablar de ecoimpostura, lavado de imagen verde o ecopostureo?
Emplear el anglicismo no solo es menos transparente, sino que quita contundencia. El redactor que elige greenwashing pensando que es más prestigioso hacer gala de angliparla edulcora la información. En la lengua, como en el cielo contaminado, cualquier oscurecimiento agrava.