Mi padre era esperantista, de modo que pasé gran parte de mi infancia escuchando la apología de ese idioma mítico que, cuando se impusiera sobre los demás, permitiría a cualquier persona, en cualquier parte del mundo, preguntar dónde se encontraba el cuarto de baño y ser entendido.
—Tú entrarás en un bar de Australia —añadía con un entusiasmo loco—, preguntarás por el servicio en esperanto y te responderán, también en esperanto, que al fondo a la izquierda.
[…]
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