Pulcro como es en el manejo del lenguaje, Juan José Millás no perdona una palabra en el lugar equivocado, independientemente de que el soporte para el que fue escrita sea electrónico o un papel tradicional. Le da tedio, piquiña, malestar. Le duele el doble si el gazapo aparece en un medio de comunicación y le resulta inexplicable cuando está en las comunicaciones informales de algún colega, pues el uso correcto del idioma tampoco se limita a la producción literaria de un autor.
Como no anda por el mundo con ínfulas de bienhablado, sino más en condición de observador permanente de los modismos propios de cada región, es capaz de asombrarse con la elocuencia de los latinoamericanos y hasta se dejó descrestar con la sintaxis de un adolescente de las comunas menos favorecidas de Medellín, el día que fue a conocer las escaleras eléctricas de la capital antioqueña. Sabe de los problemas de la zona y que no estaba ante una persona con elevado grado de escolaridad, pero el relato del joven paisa le hizo evocar textos del siglo de oro español. Lo cuenta con hipérboles. Y entre signos de admiración.
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