«¡Deja de comer pan que después no vas a tener hambre!», sigue siendo a día de hoy una de las frases fetiches de cualquier madre. Y es que los hijos, con la rebeldía por bandera, casi nunca contemplan la posibilidad de aguantar el apetito para degustar los sabrosos y esforzados platos que salen a la mesa. «Mendrugos que toman mendrugos» bien podría ser el eslogan de cualquier campaña publicitaria que promueva la defensa a ultranza de la comida casera. Pero obviando el injusto trato que estas líneas le han otorgado a un alimento imprescindible en casi cualquier dieta del mundo, es preciso señalar que el vocablo también hace alusión a un insulto.
Pancracio Celdrán, padre de la obra de El Gran Libro de los Insultos, publicado por la editorial La Esfera, explica en este sentido que la palabra «aparece usada en el siglo XIV con las acepciones de pedazo de pan duro que se desecha o se da de limosna al mendigo y de hombre necio y de cortos alcances». Dos caminos totalmente dispares que sin embargo no han sido obstáculo para que crezcan sin ponerse en cuestión ninguno de sus usos.
Aunque es posible que su procedencia descienda del verbo latino manducare (comer), el filólogo español Joan Corominas considera que su origen es incierto.
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