Era un día de invierno a las diez. Había quedado con mi cita de Tinder y, después de esperar un cuarto de hora, apareció el tipo en cuestión (menos mal, un minuto más y me habría largado). Nos saludamos y comenzó a hablar sin parar, parecía que no hubiese tenido contacto con la civilización en una buena temporada. Enseguida me di cuenta de que probablemente no estaba equivocada: era tan narcisista que escucharlo resultaba un suplicio. Sin embargo, decidí darle una oportunidad, no hay que dejarse llevar por las primeras impresiones.

Después de una interesantísima conversación, nos fuimos a cenar a un sitio del que me habían hablado unos compañeros y en el que, según dicen, se come muy bien. Una vez allí, la situación no mejoró en absoluto: resultó que además de un ególatra era bastante aburrido; sus palabras me producían un efecto parecido al de la morfina. De hecho, tenía tanto sueño que incluso había dejado de sentir el terrible dolor de espalda que me acompañaba desde que salí de aquella maldita clase de artes marciales. Llegó el camarero y, después de leer y releer la carta, decidí pedirme un plato con vieiras, como buena cuasigallega que soy.

Pasado un rato, me di cuenta de que mi elección no había sido la más acertada: las vieiras son afrodisíacas y por cómo iba la noche parecía más probable que acabara en una bacanal con los actores más guapos y con los cuerpos más apolíneos del panorama nacional que no que el tipo se transformara en una persona interesante con la que merecía la pena pasar la noche. Pedí la cuenta, pagamos y nos marchamos. Me quería ir a casa, así que, antes de que volviese a abrir la boca, le dije que se había hecho muy tarde y que al día siguiente tenía que madrugar para ir a la oficina (había mentido como una bellaca, los miércoles no trabajo, pero no tendría la oportunidad de descubrirlo: no pensaba ni pienso volver a quedar con él en lo que me resta de vida).

Ocho paradas de metro después, llegué a casa con un hambre atroz. Abrí la nevera y, como era de esperar, lo único que me encontré fue un cartón de leche; así que decidí comerme un buen tazón de cereales y tumbarme en el sofá. Encendí la tele y me puse a ver un documental sobre energía eólica que no sé por qué extraña razón me resultó increíblemente relajante. Al cabo de unos veinte minutos me quedé dormida con la esperanza de que al día siguiente la vida me recompensara de alguna manera por mi valioso tiempo perdido.

No sé si al leer mi historia te habrás sentido identificado o no, pero de lo que sí estoy segura es de que muchas de las palabras que forman parte de ella las utilizas todos los días. Vale, tampoco te he desvelado nada sorprendente, ¿no? Pero, si te digo que algunas de ellas provienen directamente de la Antigüedad clásica y, más concretamente, de los nombres de personajes mitológicos, ¿me crees? Espero que sí, porque te propongo que las busques, pero antes te daré una pista: son diez en total, cinco sustantivos y cinco adjetivos.

Además, una de las palabras del título también está relacionada con el mundo clásico. Venga, esta te la desvelo ya. Se trata del adjetivo apoteósico, que significa, tal y como se señala en el Diccionario académico, ‘deslumbrante’ y que deriva de apoteosis, término de origen griego cuyo sentido primigenio era ‘deificación’, valor que todavía está presente en la acepción actual de ‘en el mundo clásico, concesión de la dignidad de dioses a los héroes’.

Ahora es tu momento, te animo a que busques las diez palabras en cuestión. Cuando las hayas encontrado o cuando te canses de releer y releer la historia, échale un vistazo a lo que explico en el siguiente artículo (confío en tu honradez y en que antes de lanzarte a las soluciones te habrás esforzado un poco. Recuerda que los tramposos no están muy bien vistos por los dioses grecolatinos).