Hoy la contaminación por plástico de los ecosistemas marinos se nos presenta en forma de partículas minúsculas, a menudo indetectables a simple vista, pero que ya no solo están en algún remoto lugar de los mares.

Ahora está muy cerca, peligrosamente cerca: en el pescado que comemos, en la sal con la que lo condimentamos, en la inocente arena con la que jugamos en la playa, en nuestro propio cuerpo…

Es el microplástico: el término que hemos elegido como palabra del año 2018 en la Fundéu BBVA y que está sirviendo para que entendamos mejor la dimensión y la cercanía de un problema que no es menor.

Los expertos calculan que cada año vertemos al mar unos ocho millones de toneladas de plástico, una ingente cantidad de desperdicios que ya no solo son un peligro para la vida de los animales marinos.

Numerosos estudios demuestran que los trozos más pequeños en los que se descomponen nuestras basuras plásticas son ingeridos por los peces y, en el caso de las de menor tamaño, hasta por el plancton que forma la base de la cadena alimentaria marina.

La elección de esta palabra del año quiere servir para que entendamos mejor la dimensión y la cercanía de este problema

 

De ahí a nuestra mesa solo hay un paso.

Bethany Jorgensen, investigadora del Laboratorio de Ecología Cívica de la Universidad de Cornell, en Nueva York, lo explicaba con toda claridad a EFE hace unas semanas: “¿Comemos plástico? Sí, y lo bebemos también; está en los peces, en los mejillones, en otros moluscos, en el marisco, pero también encontramos microplásticos y microfibras en los sistemas de distribución de agua, tanto del grifo como en la embotellada. Hasta en la cerveza hemos hallado microplásticos».

Casi al mismo tiempo, un estudio de la Agencia Federal de Medio Ambiente de Austria y la Universidad de Medicina de Viena venía a confirmarlo al hallar por primera vez muestras de microplásticos en heces humanas. Aunque los efectos de esas partículas sobre nuestra salud son aún desconocidos, las noticias son muy preocupantes, sobre todo si se tiene en cuenta que, aunque dejáramos de producir plásticos mañana mismo (cosa que evidentemente no va a suceder), la enorme cantidad acumulada en nuestros océanos nos obligaría a lidiar con ese problema durante siglos.

Si decidimos adoptar la muy comprensible actitud de buscar a los culpables de este enorme desaguisado, seguramente no tengamos que ir muy lejos.
Porque somos todos nosotros los que armamos cada día a ese enemigo minúsculo y enorme a la vez con nuestras peores rutinas consumistas: compramos productos empaquetados individualmente con plástico, reunidos en otro envase mayor, y los llevamos a nuestra casa en bolsas del mismo material.

De plástico son el vaso en el que bebemos el café, el palito que usamos para removerlo, las pajitas, cañitas o popotes con los que bebemos los refrescos, los bastoncitos con los que nos limpiamos los oídos… Objetos que usamos una sola vez, a menudo solo durante unos segundos, y que son perfectamente sustituibles por otros fabricados con materiales no contaminantes.
Podemos argumentar (aunque suene más bien como una excusa) que nuestro ritmo de vida, las grandes compañías y su implacable mercadotecnia nos empujan a ese tipo de consumo. Pero en algún momento, y tiene que ser más pronto que tarde, habrá que romper ese círculo vicioso.

También en este caso las soluciones, como el problema y como las palabras que empleamos para nombrarlos, son de todos

 

De momento, las alarmas ya han saltado y muchas instituciones han empezado a tomar medidas. Países como Chile se han situado en la vanguardia de las políticas para acabar con los plásticos de un solo uso. En España y en otras naciones, desde hace meses los comercios están obligados a cobrar las bolsas de plástico para desincentivar su consumo. Y hace apenas unos días la Unión Europea llegó a un acuerdo político para reducir la contaminación marina causada por los plásticos de un solo uso: a partir de 2021 estarán prohibidos en la UE los vasos, platos y cubiertos hechos con plástico, así como las pajitas para bebidas, los bastoncillos de algodón, los palos para globos, los contenedores de poliestireno expandido que se emplean en la comida rápida…

Pero más allá de las normas y las leyes, parece obvio que, del mismo modo que la suma de millones de actitudes individuales ha creado un gran problema, será también la suma de millones de gestos de cada uno de nosotros la que contribuya a solucionarlo.

Porque, en este caso, las soluciones, como el problema y como las palabras que empleamos para nombrarlos, son de todos.