Noticias del español

| José Ángel Mañas

El rostro bárbaro del mañana

Texto completo de la conferencia inaugural del III Seminario Internacional de Lengua y Periodismo.

Alteza, presidentes, padre prior, señoras y señores, es para mi un gran honor poder estar hoy ante todos ustedes en la inauguración de este seminario que organiza la Fundéu BBVA en torno al español de los jóvenes.

Hablar del español de los jóvenes es hablar del español del futuro, y el futuro, para los que ya no somos tan jóvenes, tiene siempre mucho de enigmático y tenebroso. Decía Shakespeare que nadie puede verle la espalda al tiempo. Pero, no obstante, sí le podemos ver el semblante, y ese rostro idiomático es el que irá apareciendo esbozado, paulatinamente, durante los días que dure este seminario.

Yo no sé que dará de si ese retrato, pero desearía que fuera, en primer lugar, preciso. Que fuera, además, benévolo y justo. Que, como en las pinturas de Antonio López, se viera hasta la última verruga; pero que la mirada estuviera a la vez llena de cariño y comprensión (pues eso convierte hasta lo más feo, si no en hermoso, por lo menos en algo amable y familiar). Y, sobre todo, que huyera tanto de la complacencia como de la repugnancia apocalíptica. Quizás esto último sea lo más difícil: vivimos tiempos muy dados al pesimismo y al alarmismo cultural.

En efecto: la irrupción de las nuevas tecnologías, con las mutaciones culturales y lingüísticas que están produciendo, nos asustan. Instintivamente nos dan miedo las arenas movedizas del cambio y tendemos a aferrarnos al pasado como si aquello hubiera sido siempre tierra firme. Sin embargo, ¿hemos recibido un legado tan perfecto, tan puro, tan inamovible? Nos dan miedo los anglicismos, pero el idioma que hemos heredado está plagado de helenismos, latinismos, arabismos, italianismos, americanismos, galicismos y no sé qué más «ismos». Nos da miedo el laísmo, pero llevamos ya un buen puñado de generaciones conviviendo con el leísmo. Nos da miedo la ortografía de los SMS, pero ya ni comprendemos la ortografía del siglo XV y para editar los textos pretéritos nos vemos obligados a modernizarlos. Y en cuanto a la fonética hace tiempo que ya nadie pronuncia las uves como fricativas (al menos en esta orilla del Atlántico), ni distingue entre la i griega y la elle, sin que hayamos tenido por ello una sensación de tragedia excesiva. ¿Hay tanta diferencia entre esos cambios y los actuales?, ¿entre las simplificaciones que se han ido haciendo naturalmente a lo largo de los siglos y las que propone, por ejemplo, García Márquez para la ortografía? ¿Acaso se baña alguna sociedad en las mismas aguas lingüísticas dos veces?

Las respuestas a todas estas preguntas nos llevan irremediablemente a la misma disyunción: o bien el ayer ya era pobre en comparación con un anteayer ideal y el hoy es paupérrimo y somos efectivamente enanos cada vez más enanos montados sobre los hombros de gigantes cada vez más gigantes (que era la formulación que ya en el Renacimiento le daban a ese sentimiento tan humano de nostalgia de los tiempos clásicos), cosa que, dado que la Edad de Plata de la literatura española, por poner un ejemplo de esplendor lingüístico reciente, la tenemos todavía a la vista en el retrovisor, me parece cuanto menos dudosa; o bien la sensación de degradación es tan eterna como engañosa, cual espejismo recurrente, para los hombres. ¿No decía, hace quinientos años, Jorge Manrique aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor? ¿No constituía un tópico literario, nada menos que en la época del esplendor de la Alejandría ptolemaica, el repetir eso de «para qué escribir, si ya está todo escrito»…?

Yo me inclino por esto último y no me parece que esté de más recordar que el pasado nunca fue tan idílico en unos momentos como el actual en el que está de moda poner el grito en el cielo porque «llegan los bárbaros», como están haciendo, salvando las distancias de talento, autores tan dispares como el inglés Dalrymple o el italiano Baricco. Es este un sentimiento que he encontrado expresado, asimismo, en uno de los últimos poemas del culturalista José María Álvarez:

Soy un legionario, defiendo la muralla
que separa la Britania que hemos conquistado
de esas brumas de donde salen seres temibles.
(…)
Veo esa turba de salvajes que cargan
contra nosotros.
Pero también las Águilas de Roma,
la Civilización.

Es un sentimiento comprensible en estos tiempos de cambio, como digo, y también tremendamente contagioso, al igual que todo lo que lleva el marchamo del miedo, y por ello me parece importante recordar ciertos hechos y desmontar —o al menos matizar— ciertos tópicos.

En primer lugar conviene no olvidar que las fronteras entre la civilización y la barbarie nunca han sido inamovibles y que es casi seguro que entre los que hoy consideramos bárbaros estén ya germinando los clásicos de mañana y que entre los giros que hoy descartamos como barbarismos juveniles se encuentren algunos de los giros del español clásico del futuro. ¿Acaso no fue la escritura de ficciones en su tiempo —esas «novelitas», como las llamaba, acomplejada, Jane Austen- una actividad bárbara? ¿No fue Beethoven en su momento un abanderado de los «bárbaros» románticos y hoy el principal baluarte de los clasicistas? ¿No son hoy los museos el reino de los vanguardistas más furibundos? ¿Acaso el gran arte de nuestros días, que es el cine, no ha sido considerado menor, si no despreciable, ayer mismo? ¿No reivindican nuestros académicos el ser los herederos tanto de Larra como de Moratín?

Conviene, me parece a mí, ser un poco más humildes de cara al futuro y menos prepotentes con las nuevas generaciones.
No cesamos de repetir que los jóvenes —estoy tentado de llamarlos bárbaros— no leen. Me permito, a ese respecto, recordar un texto (cito de memoria) en el cual Azorín se burlaba amablemente, a finales del siglo XIX, de que don Miguel de Cervantes se jactara en su momento de leer «todo lo que encontraba». La cantidad de letra impresa de aquellos años le parecía minimalista comparada con la de su siglo. Y eso mismo con respecto al suyo podría decir cualquier joven del año 2008. Ahora que tenemos el ordenador encendido todo el día y que nos hemos enganchado a Internet, ¿nos hemos parado a reflexionar sobre la cantidad de información escrita que puede llegar a procesar un chico o una chica de nuestro tiempo? Eso por no mencionar el creciente componente políglota de su formación.

En resumidas cuentas, si nos quitamos las anteojeras literarias observaremos que rara vez ha habido un momento de eclosión informativa y cultural tan importante y que si bien la literatura no parece en alza, hay otros territorios (en especial audiovisuales e hipermediales, si se me permite el neologismo) que están atrayendo a buena parte de las neuronas de las generaciones emergentes. Yo siempre he pensado que la inteligencia media de la humanidad en cada momento de la historia se mantiene más o menos al mismo nivel que nuestros cráneos, vamos, siguen pesando aproximadamente lo mismo, y si acaso un poquito más, que en la Grecia clásica, solo que en función de las épocas se va concentrando en tal o cual dominio que resulta coyunturalmente más atractivo y, salvo las puntuales travesías por el desierto (y no me parece que sea el caso), lo que se pierde por un lado se gana por el otro.

Tampoco parece que haya motivos para alarmarse en ese sentido. No creo que pueda decirse que el mundo de la cultura, en términos generales, se esté hundiendo. Y en cuanto a los medios de que disponemos no es tan evidente que el impacto de las nuevas tecnologías haya sido totalmente nocivo en términos idiomáticos. Que hayan tenido su parte negativa, nadie lo duda. Que las alternativas que le han dado al ocio han robado muchas horas a la lectura y mermado la importancia social de la literatura, es una evidencia. Y que los SMS no están favoreciendo la fijación de la ortografía, también (aunque, dicho esto, no pienso que el ejercicio de la taquigrafía impidiese nunca a una secretaria escribir correctamente cuando lo quiso; las causas profundas de ciertos problemas habrá que buscarlas en otros ámbitos). Sin embargo también estos nuevos medios han tenido una parte positiva que tendemos a soslayar. ¿O no han resucitado, por ejemplo, los correos electrónicos, los famosos e-mails, un género, el epistolar, que estaba prácticamente muerto antes de la irrupción en nuestras vidas de Internet?, ¿no estamos todos escribiendo mensajes como posesos al mundo entero?

En conclusión: ni Roma es tan civilizada ni los jóvenes son tan bárbaros.

Mi opinión es que ese sentir que se plasma en el cada vez más manido «hasta aquí Roma, a partir de aquí la barbarie» está anclado en esa misma nostalgia de la autoridad que puede invadir, cada cierto tiempo, a las democracias y contra el que pienso que uno debe luchar siempre, con uñas y dientes.

Dejemos que los jóvenes experimenten con el lenguaje; que lo vivan y que el lenguaje viva a través de ellos; que lo modelen según dicta ese tiránico espíritu de los tiempos, el caprichoso pero imprescindible y a veces genial Zeit-Gest, porque ninguna sociedad quiere (ni puede) vivir con un traje lingüístico anacrónico; y que inventen, pues esa es su función. Hagamos luego la criba, fijemos aquello que merece cierto respeto por su plasticidad, por su originalidad, por su gracia, y descartemos el resto, pues esa es la nuestra.

Dejemos que entren los anglicismos y naturalmente se verán los que arraigan, porque tienen su utilidad, porque rellenan una laguna conceptual y enriquecen el idioma, o porque nos gustan, y los que simplemente resultan modismos pasajeros, pues los unos permanecerán y los otros desaparecerán igual de naturalmente que llegaron.

Sancionemos, en definitiva, lo que el idioma recibe o acepta según su genio, porque estamos condenados a ello.
Aceptemos todo lo que conlleva riqueza, nuevos matices, polisemia incrementada; pero luchemos contra todo lo que suponga pobreza o imprecisión lógica.

Esa me parece que debiera de ser la actitud de entidades como la Real Academia Española o la propia Fundéu BBVA. Ser flexibles con el léxico e inflexibles con la gramática. Abrir las puertas a la invención y cerrárselas a la imprecisión. Sí a los nuevos vocablos, no a los leísmos y laísmos, puesto que no distinguir entre el pronombre en dativo y en acusativo es un lastre para el pensamiento mientras que tener más palabras y expresiones supone sencillamente un incremento de las tonalidades de nuestra paleta lingüística.

En definitiva: ampliemos los recursos y las fuentes de nuestro idioma pero respetando su estructura lógica.

Y para terminar me gustaría concluir con una cita de Rafael Azcona, el gran guionista español y maestro del diálogo brillante, fallecido hace un par de semanas: «Si no estáis todos los presentes de acuerdo con lo que acabo de plantear, lo retiro inmediatamente».

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